viernes, 27 de febrero de 2015

¿Desde dónde y cómo nos pensamos individual y socialmente? (II)

La semana pasada, al poner sobre el tapete las condicionalidades con que históricamente revestimos nuestro uso de la razón, no buscábamos una reconstrucción arqueológica del asunto. Por el contrario, queríamos revisar aquellos enfoques y usos, acertados y limitados a la vez, con que precisamente la razón fue aplicada siglo tras siglo sobre las expectativas, acciones y evaluaciones de hombres y mujeres. Enfoques y usos sobre los que inevitablemente deberemos parapetarnos a la hora de, en nuestra condición posmoderna, intentar articular una racionalidad que nos sea realmente significativa y saludable.

Dos hechos -al modo de síntesis sumarísimas- señalábamos entonces. Por un lado, el recurso al asombro y la veneración que hicieron antiguos y  medievales al momento de vertebrar su propia racionalidad. Por otro, el recurso a la duda como punto de partida de los procesos de racionalización encarados por los modernos. Hechos evidentemente siempre solapados a lo largo de toda indagación o posibilidad asumida desde lo racional, pero hechos que históricamente determinaron resultados muy diversos. La jerárquica cerrazón metafísico-teológica en el caso de los primeros; la instrumentalización de la vida a partir de la incontrolable dinámica de la acción y el crecimiento en el caso de los segundos.

Por eso a nosotros, desencantados de aquel asombro y de aquella duda, nos tocará resignificar -más que recuperar- la tensión utópica de una y otra síntesis. A saber, el encantamiento de lo real, del mundo y de lo divino, pero también el uso público de la razón, de modo que vuelva a ser capaz de develar los mecanismos de la alienación, fueren los que fueren. Estas dos tensiones son las que, en lo que va de finales del siglo XIX a nuestros días, por activa y por pasiva -desde la sospecha a la teoría crítica- han sido sistemáticamente demandadas en aras de liberar a individuos y sociedad de la reinante cosificación económica, política, cultural y subjetiva que nos toca. Un reclamo que, diverso pero continuo, de Marx a los posestructuralistas, pasando por Nietzsche, Freud, los frankfurtianos o los neomarxistas, coincide en un punto: en la necesidad de recuperar el mundo de la vida.

De este modo, sí pensásemos en nuestra sociedad en términos de Sociedad de la Información, tal vez tengamos que conceder razón a Habermas cuando aboga por lo discursivo como vertebrador de una racionalidad que, más que enterrar la utopía emancipadora de la Ilustración, la reubique más allá de la nefanda razón instrumental. En efecto, una razón capaz de liberar a la comunicación humana de las distorsiones a las que la razón meramente instrumental -capitalista y burocrática- nos ha sometido, aunque sea ardua de implementar, constituye la única posibilidad de equilibrio en un mundo de interacciones tan complejas como el globalizado. Solo la razón discursiva, critica y sopesada, hará posible establecer acuerdos validos y fiables, generadores de comprensión y acuerdo.


Asombro, veneración y duda, hallarían ahora en la razón discursiva, el freno a sus consabidos excesos. Quizá sea esta la mejor racionalidad que podamos darnos… con todo, la tarea está por realizar. 

2 comentarios:

  1. ¿Por qué la razón instrumental es nefanda? ¿Qué diferencia hay entre ella y la razón discursiva? ¿Cómo afecta la sociedad de la información a la razón? La información está bien, pero nuestra sociedad ha generado un mundo, Internet, demasiado grande para hacer síntesis, donde uno se pierde de una ventana a otra y al final se encuentra desinformado.

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  2. Decimos que la razón instrumental es nefanda porque, desde lo que fue la pretensión ilustrada de dominar la naturaleza para así liberar al hombre, derivo en mera aplicación de lo racional a lo mercantil y tecnológico. Consecuencias: la no liberación del hombre, su instrumentalización.
    Por eso, frente a ella, la razón discursiva significaría la recuperación de aquella dimensión que capitalismo y burocratización han asfixiado. Nos referimos a las posibilidades inherentes a la comunicación como práctica ético-política en la que la participación de todas las partes implicadas revestiría una nueva comprensión de lo social. En sí, el programa habermasiano.
    Con todo, la razón discursiva, frente a la intoxicación informativa propia de la Sociedad de la Información, aún no ha demostrado cómo aumentar sus cuotas de criticidad. En el fondo, único antídoto contra una opinión pública que, por esloganizada, se ha tornado incapaz de analizar lo real en toda su complejidad. Necesitamos síntesis y acuerdo claro, pero no desde la simplificación.

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