Durante las últimas semanas hemos venido aludiendo, en el contexto de la actual pandemia, a la imagen de las cebollas de Egipto por las que los israelitas clamaban en el desierto. Una invitación, por contraposición, a reconectar con la inseguridad, el límite y la frustración que tanto nos incomodan y que la COVID-19 pareciera querer reforzar con su imparable segundo brote. Una invitación, decíamos también, a trenzar un hilo de Ariadna a partir del cual apostar por un escape cierto del laberinto existencial en el que estamos atrapados. Un hilo cuyas delgadas y complejas hebras hemos intentado describir a partir de tres paradojas:
la sabiduría de la inseguridad,
la apertura de la no expansión, y
la solidez de la flexibilidad.
Tres hebras totalmente opuestas a la urdimbre sobre la que
hemos edificado nuestros sistemas de vida. La primera, apuntando contra la
orientación de aferrarnos a las predicciones ciertas -en un tiempo, religiosas
o científicas- como respiro ante lo contingente de la vida. Una orientación que,
al no permitirnos abandonar esquemas e ideas, ha terminado por impedirnos abrir
los ojos a lo invisible, reafirmándonos así en un prematuro abandono del sano
confiar y de la fe. De donde, la inmadurez de arrojarnos en los brazos de la
polarización nostálgica o ansiosa, las demandas infantiles de seguridad o el
juego caprichoso de la irresponsabilidad. Todas expresiones de nuestro no saber
ni querer asumir lo ineludible de unas existencias inseguras.
En vinculación con lo anterior, la segunda hebra se opondría no tanto a nuestros deseos legítimos de supervivencia, sino a la caída de estos en los exclusivos términos del consumo, (ese por el que hemos llegado a hacer de nuestro mundo psíquico, existencial y espiritual una especie de mercado en expansión), auténtico ´nudo vírico` que nos asola. Por eso decíamos: la expansión sin fin mata, de hecho, la naturaleza ya está dando cuenta de ello. ¿Nos colocaremos a nosotros mismos en la lista? Probablemente sí, si no nos disponemos a revisar la intencionalidad de nuestros actos, de nuestro querer seguir viviendo desde la idea moderna de un horizonte en constante expansión, siempre consumible.
Respirar solo a fuerza de inspirar, como sí los pulmones
pudieran expandirse sin fin, es claramente inviable. ¿Qué sucedería entonces,
si la sed de seguridad y expansión, se plantearán en términos de intensidad, de
hondura? No cavan en el mismo sentido el que construye una acequia, que el que
busca agua. El primero lo hace avanzando sobre el suelo que ve y pisa, el
segundo, lo hace titubeando, sin ver, pero confiando en que, en lo profundo,
hallará agua.
Nos queda la tercera de nuestras hebras, la de la solidez de
la flexibilidad. En sí, una forma de expresar que toda certeza o todo absoluto,
en su firmeza y consistencia, difícilmente nos lleve a la verdad o necesidad de
resguardo que pudiéramos perseguir. ¿Por qué? Pues porque en un punto nos hará persistir
tan solo en un aspecto de dicha certeza o absoluto, desvinculándonos de lo que
pudiera haber alrededor, impidiéndonos ver lo diferente. En contrapartida, la
flexibilidad, en apariencia dudosa, sí nos permitiría pasar de una senda a
otra. En el fondo, estamos reclamando en favor del antidogmatismo, cualquiera
sea su tipo. Acaso nuestros actuales déficits respecto a la otredad: ¿no se
cimentan en persistencias como las antedichas? Pero claro, en tiempos de
posverdades y fake news, la cuestión sin duda exige mayores precisiones, pues no apelamos al relativismo, pero sí a una sana
relatividad. En breve más…
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