domingo, 25 de octubre de 2020

COVID-19, cebollas de Egipto y solidez de la flexibilidad (I)

Durante las últimas semanas hemos venido aludiendo, en el contexto de la actual pandemia, a la imagen de las cebollas de Egipto por las que los israelitas clamaban en el desierto. Una invitación, por contraposición, a reconectar con la inseguridad, el límite y la frustración que tanto nos incomodan y que la COVID-19 pareciera querer reforzar con su imparable segundo brote. Una invitación, decíamos también, a trenzar un hilo de Ariadna a partir del cual apostar por un escape cierto del laberinto existencial en el que estamos atrapados. Un hilo cuyas delgadas y complejas hebras hemos intentado describir a partir de tres paradojas:

la sabiduría de la inseguridad,

la apertura de la no expansión, y

la solidez de la flexibilidad.

Tres hebras totalmente opuestas a la urdimbre sobre la que hemos edificado nuestros sistemas de vida. La primera, apuntando contra la orientación de aferrarnos a las predicciones ciertas -en un tiempo, religiosas o científicas- como respiro ante lo contingente de la vida. Una orientación que, al no permitirnos abandonar esquemas e ideas, ha terminado por impedirnos abrir los ojos a lo invisible, reafirmándonos así en un prematuro abandono del sano confiar y de la fe. De donde, la inmadurez de arrojarnos en los brazos de la polarización nostálgica o ansiosa, las demandas infantiles de seguridad o el juego caprichoso de la irresponsabilidad. Todas expresiones de nuestro no saber ni querer asumir lo ineludible de unas existencias inseguras.

En vinculación con lo anterior, la segunda hebra se opondría no tanto a nuestros deseos legítimos de supervivencia, sino a la caída de estos en los exclusivos términos del consumo, (ese por el que hemos llegado a hacer de nuestro mundo psíquico, existencial y espiritual una especie de mercado en expansión), auténtico ´nudo vírico` que nos asola. Por eso decíamos: la expansión sin fin mata, de hecho, la naturaleza ya está dando cuenta de ello. ¿Nos colocaremos a nosotros mismos en la lista? Probablemente sí, si no nos disponemos a revisar la intencionalidad de nuestros actos, de nuestro querer seguir viviendo desde la idea moderna de un horizonte en constante expansión, siempre consumible.

Respirar solo a fuerza de inspirar, como sí los pulmones pudieran expandirse sin fin, es claramente inviable. ¿Qué sucedería entonces, si la sed de seguridad y expansión, se plantearán en términos de intensidad, de hondura? No cavan en el mismo sentido el que construye una acequia, que el que busca agua. El primero lo hace avanzando sobre el suelo que ve y pisa, el segundo, lo hace titubeando, sin ver, pero confiando en que, en lo profundo, hallará agua.

Nos queda la tercera de nuestras hebras, la de la solidez de la flexibilidad. En sí, una forma de expresar que toda certeza o todo absoluto, en su firmeza y consistencia, difícilmente nos lleve a la verdad o necesidad de resguardo que pudiéramos perseguir. ¿Por qué? Pues porque en un punto nos hará persistir tan solo en un aspecto de dicha certeza o absoluto, desvinculándonos de lo que pudiera haber alrededor, impidiéndonos ver lo diferente. En contrapartida, la flexibilidad, en apariencia dudosa, sí nos permitiría pasar de una senda a otra. En el fondo, estamos reclamando en favor del antidogmatismo, cualquiera sea su tipo. Acaso nuestros actuales déficits respecto a la otredad: ¿no se cimentan en persistencias como las antedichas? Pero claro, en tiempos de posverdades y fake news, la cuestión sin duda exige mayores precisiones, pues no apelamos al relativismo, pero sí a una sana relatividad. En breve más…

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domingo, 11 de octubre de 2020

COVID-19, cebollas de Egipto y apertura de la no-expansión (II)

Decíamos la semana pasada, que son nuestros propios antídotos contra la inseguridad (antídotos traducibles en el deseo y la elaboración de predicciones y reglas de juego claras) los que nos tienen totalmente acostumbrados a pensar solo en términos de avances posibles, indefinidos e ilimitados, de bienes consumibles, de un siempre más en el horizonte. Sean estos la salud, las relaciones o lo económico. Y precisamente a este acostumbramiento es al que la COVID-19, implícitamente, sigue apuntando. Apuntando y dando en el blanco, pero insistimos, indirectamente. ¿Por qué? Porque más allá de que en algún momento podamos precisar la lógica interna que rige al SARS-CoV-2 y sus efectos pandémicos, de ello no podremos inferir una motivación intencional por su parte. Podrá matar, claro, pero nunca podremos decir, sí somos racionales, que tenga intención de hacerlo.

Apuntada esta obviedad, tocaría revisar qué estamos pensando y haciendo, individual y colectivamente, cuando ante el impacto de la pelota sobre nuestro tejado, no somos ni suficientemente lúcidos, ni suficientemente honestos, al momento de considerar lo que por naturaleza nos diferencia del virus: que nosotros no podemos quitar de nuestras acciones, lo intencional. Podremos enterarnos más o menos de lo que sucede, tener más o menos responsabilidad en lo que toque gestionar y hasta también mirar para otro lado. Todos principios de acciones y posicionamientos diferentes, pero principios sobre los que no podemos obviar la pregunta acerca del ¿por qué? y ¿para qué?

Y he aquí el problema; no porque no sea legítimo aspirar, asegurar y avanzar hacia la supervivencia, sea que se trate de la tristeza que en muchos casos matará a nuestros abuelos antes que el Coronavirus, o los reclamos de cobertura y facilidades material-laborales para los que han quedado y están quedando en la cuneta económica, sino porque eso legitimo se ha tornado ilegitimo hace tiempo. ¿Por qué? Por carecer de un sentido racional y cordial sano y suficiente para con la naturaleza y para con nosotros mismos como especie. Por eso hablábamos de que quizá sea nuestro acostumbramiento a regirnos en términos de consumo, (el mismo por el que hemos llegado a hacer de nuestro mundo psíquico, existencial y espiritual una especie de mercado en expansión) el auténtico ´nudo vírico` que nos asola. Tanto, que la COVID-19 lo único que está haciendo es poner en evidencia lo fallido de nuestras pretensiones.

La expansión sin fin mata. La naturaleza ya está dando cuenta evidente de ello. ¿Nos colocaremos a nosotros mismos en la lista? Probablemente sí, si no nos disponemos a revisar la intencionalidad, la motivación de nuestros pequeños y grandes actos. Y por supuesto que también la de los actos de quienes determinan el presente y el futuro del mundo. Seguir viviendo desde la idea moderna de un progreso indefinido, de un horizonte en constante expansión, siempre consumible, nos llevará al colapso. Por supuesto que hay intereses a los que esto, sabiéndolo perfectamente, no les importa, es más, siguen operando en la lógica que nos ha traído hasta aquí. ¡Pero claro! Ellos ya han elegido algo que solo los humanos pueden: hacerse in-humanos.  ¿Seremos también nosotros émulos de un virus mortal, incapaces de intención? ¿O viraremos a tiempo el timón de nuestras acciones?

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lunes, 5 de octubre de 2020

COVID-19, cebollas de Egipto y apertura de la no-expansión (I)


Desde el contexto ineludible de la actual pandemia, semana a semana venimos intentando diseñar un pensar y pensarnos que nos ayude a crear esperanzas razonables, es decir, esperas capaces de resistencias lúcidas y cordiales ante lo que personal y socialmente nos acontece. Una de esas pistas o líneas, sin duda dialogable hasta el cansancio, habla de que necesitamos reconectar con la inseguridad, el límite y la frustración que tanto nos incomodan. Pero ¿para qué semejante cosa? Y lo más difícil ¿cómo?

Pues, evidentemente no para quedarnos (lo cual exacerbaría todas nuestras neurosis) enquistados en eso que por incierto va contra el más elemental sentido de supervivencia, pero sí para, sin obviar los efectos de los mazazos recibidos y, sobre todo, renunciando a la pretensión de una vida según nuestros antojos, desarrollar una gestión más sana de los miedos que nos atenazan y del fracasado sistema de coberturas que nos hemos dado. En este sentido, como metáfora de lo primero, de lo que no deberíamos obviar: la idealizada imagen de aquellas saciantes y sabrosas cebollas egipcias con las que los israelitas, en el desierto, obcecadamente se resistían a los riesgos del cambio; al éxodo que va de lo conocido a lo desconocido.

Y como metáfora de lo segundo, del camino por donde transitar: el impotente hilo de Ariadna, aquel con el que Teseo logró hacerse con el laberinto cretense, no sin antes matar a su sanguinario dueño. Una salida frágil, de resultados posiblemente contradictorios (recordad que el torpe Teseo, ufano por su triunfo contra el Minotauro, al huir de Creta olvidó cambiar las velas de su nave, con lo cual su padre, confundiendo el mensaje, se precipitó desesperado al Egeo), pero única. Una salida trenzada, decíamos, por tres finas hebras:

la de la sabiduría de la inseguridad,

la apertura de la no expansión, y

la solidez de la flexibilidad.

Tres hebras desafiantemente paradójicas, totalmente contrarias a la urdimbre sobre la que hemos edificado nuestros sistemas de vida. La primera, la sabiduría de la inseguridad, apunta contra esa orientación nuestra de aferrarnos a las predicciones ciertas (del más allá o del más acá) como respiro ante lo contingente de la existencia. Orientación, concluíamos, que nos ha venido conducido a un callejón sin salida, ese que ahora la pandemia desenmascara. ¿Por qué? Porque precisamente al no permitirnos abandonar esquemas e ideas, endureciendo así inteligencia y corazón, ha terminado por impedirnos abrir los ojos a lo invisible, reafirmándonos en una especie de prematuro abandono del sano confiar, ese que en el fondo no tiene ni puede resolver incertezas e inseguridades. De ahí la inmadurez del arrojarnos en los brazos de la polarización nostálgica o ansiosa (de estos a aquellos políticos, de la ineptitud de la política al cobijo de la premonición científica).

Sobre la segunda hebra de nuestro débil hilo de Ariadna, la de la apertura de la no expansión, aunque parezca un oxímoron, no es más que despliegue de lo antes criticado. En efecto, son nuestras predicciones ciertas, nuestros antídotos contra la inseguridad los que nos tienen totalmente acostumbrados a pensar en términos de avances indefinidos e ilimitados, de bienes consumibles, de un siempre más en el horizonte. Una cuestión donde el problema no residiría en la sed de infinitud que se pueda tener, sed que como especie innegablemente tenemos, sino en el hacia dónde es encausada la misma. Algo tan viejo como el problema de los medios y los fines, el sentido y el sin sentido…

De hecho, estamos tan acostumbrados a regirnos por dichos criterios de libre consumo, que hemos llegado a hacer de nuestro mundo psíquico, existencial y espiritual una especie de mercado en expansión. Vivimos en un juego incesante de ofertas y demandas invisibles: autorrealización, reinvención, impulsos y pura emocionalidad, datos y vínculos algorítmicos, gustos a la carta y satisfacciones autorreferenciales, esteticismo y adocenamiento mental… Quizá ya no creamos en Dios, otros absolutos o la ciencia (o tal vez creamos que creemos en algo de ello) pero nuestro día a día está regido por esa sed ansiosa solo saciable en la apertura de la expansión. Algo así como un respirar desarrollando solo el movimiento de la inspiración, como sí los pulmones pudieran expandirse sin fin.

Pues es clara la inviabilidad de semejante movimiento. ¿Qué sucedería entonces si la sed, el crecer se plantearán en términos de intensidad, de hondura? No cavan en el mismo sentido el que construye una acequia, que el que busca agua… En breve, más…

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