domingo, 20 de septiembre de 2020

COVID-19, cebollas de Egipto y sabiduría de la inseguridad (II)

Hace una semana, desde el contexto ineludible de la actual pandemia, decíamos que necesitamos reconectar con la inseguridad, el límite y la frustración que tanto nos incomodan, a la vez que desarrollar una gestión más sana de los miedos que todo ello produce. En este sentido hablábamos de ejercicios de verdad y transformación -individuales y colectivos- con los que resguardarnos en la intemperie. ¡Pero ojo! evitando la creencia de que todo eso malo a lo que tememos, en algún momento no existió o en el futuro desaparecerá. En el fondo, evitando la idealización de unas seguras, saciantes y sabrosas cebollas egipcias [Nm 11, 4-5].

Relacionábamos entonces las creencias, así como el creer en ellas, con el casi natural deseo de aferrarnos a unas predicciones y futuro ciertos. Todo ello como escape o respiro ante lo frágil y finito de la existencia, en el fondo, una vía de salida para lo que son las raíces de nuestra vulnerabilidad. De hecho, porque así somos, nos reconocemos necesitados de unos suficientes principios de seguridad, pero hacer de los mismos un camino de creencias inflexibles, de esas que aprisionan y hasta asfixian en lugar de soltar, no parece lo más adecuado.

En contraposición, el confiar, la fe, sean de la naturaleza que sean, como zambullidas en lo desconocido e incontrolable, en tanto dejar ir, sí serían aquel camino deseado. Sin duda, toda una paradoja. Precisamente la de ser este un camino de permanente búsqueda y abandono de todas aquellas estimadas verdades con las que secularmente hemos intentado protegernos en medio de la intemperie.

No discutimos, por tanto, el uso legítimo de lo que sean principios de seguridad, expresiones o ideas que remitan a una cierta verdad de la que fiarnos o a la que asentir. Pero en cambio, sí nos parece insensato caer en la creencia de que en dichos principios, expresiones o ideas poseeremos la verdad, una huida segura respecto a nuestra fragilidad. Como el dedo que señala la luna, nuestras construcciones, siempre necesarias y válidas, indefectiblemente también son provisorias. ¿Por qué? Pues porque lo que hoy es solución, probablemente mañana será un problema, pero sobre todo porque el dedo nunca será la luna.

Por eso, cuando inseguridad y miedos cobran formas impensadas y la neurosis individual y colectiva aflora, apelar a la urdimbre de seguridades que la COVID-19 ha puesto en entredicho es un absoluto contrasentido. No decimos que no sean urgentes y demandables determinadas gestiones, pero resistirnos caóticamente a no ver más allá, por volver al símil anterior, será como chuparse el dedo creyendo que somos la luna.

La orientación con que construimos -consciente o inconscientemente- nuestro estilo de vida, ha sido conducida a un callejón sin salida. ¿Es sensato querer salir del mismo a fuerza de no abrirnos a la realidad y la vida, a lo que de ellas ignoramos?  En el fondo, nuestro creer en creencias, en esa especie de seguro contra la propia inseguridad, nos tiene aprisionados, no nos permite abrir los ojos a lo invisible, abandonar los esquemas e ideas que solo endurecen inteligencia y corazón. Quizá todo obedezca a que hemos abandonado demasiado pronto el sano confiar. ¿Cómo recuperarlo?  

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martes, 15 de septiembre de 2020

COVID-19, cebollas de Egipto y sabiduría de la inseguridad (I)

Todo se ha tornado más incierto e inseguro, tenemos miedo. La situación apunta a que nuestros niveles de ansiedad, y hasta neurosis, aumenten. De ahí el bucle generalizado de desgastantes reclamos que, si bien supone niveles diferenciados de responsabilidad, viene a decirnos que estamos en medio de un atolladero existencial más que ante una simple cuestión de gestión. Por eso, nuestra apelación a la imagen de los israelitas bíblicos huyendo de los egipcios, ya que es un hecho que podemos asimilar nuestro presente al de aquella prototípica travesía por el desierto. Pero, desde aquella experiencia, y la actual, nuestra insistencia. Necesitamos reconectar con la inseguridad, el límite y la frustración que tanto nos incomodan, intentando a la vez una gestión más sana de los miedos que todo ello produce. En este sentido hablamos de ejercicios de verdad y transformación -individuales y colectivos- con los que resguardarnos en la intemperie. ¡Pero ojo! evitando la mitificación o creencia de que todo eso ´malo a lo que tememos` en algún momento no existió o a futuro desaparecerá. En el fondo, evitando la idealización de unas seguras, saciantes y sabrosas cebollas egipcias [Nm 11, 4-5].

Convenzámonos, ni hubo, ni habrá tales cebollas. De donde que nos preguntemos: ¿seremos capaces de caminar en la sabiduría de la inseguridad, la apertura de la no expansión y la solidez de la flexibilidad? Tres desafíos paradójicos, totalmente contrarios a la urdimbre sobre la que se han edificado nuestros cacareados sistemas y estilos de vida; tres soberbios puzles donde el arte de la contención y la austeridad aún tienen mucho que decir y enseñar, pues en contra de la idea de fracaso o desilusión que de ellas tenemos, contención y austeridad pueden ser expresión de que aún podemos caminar en el desierto diseñando sendas de posible sentido, de que la preguntas acerca de nuestras inseguridades han hallado otras respuestas. Solo entonces nuestras legítimas aspiraciones dejarán de confundirse con nuestras desnortadas expectativas. Necesitamos aprender a desterrar nuestras mitificaciones, precisamente las que enmascaran -como las cebollas de Egipto- nuestros miedos, pues estos siempre estarán ahí. Podremos pasar entonces, del nivel de las creencias, esas que suelen fabricar monstruos, al nivel de un nuevo ver; un ver -como dijera el zorro al Principito- capaz de lo esencial. Pero ¿cuál es el camino que en todo esto toca desandar? O ¿cuál la nueva forma de andar en el desierto?

Nunca, a lo largo de la historia, la seguridad ha sido más que provisoria y aparente, de ahí la secular necesidad y elaboración de creencias inmutables por encima de incertezas y calamidades. Vinculada a esta elaboración, pocas veces inocente, el estatus y rol de las religiones; pero tras siglos de dominio, la autoridad de aquellas fue reemplazada por la de la ciencia, quien, desde generalmente la duda sincera, ha intentado comprender y enfrentarse a la vida tal como ésta es. Desde entonces, el escepticismo -ateo o agnóstico- ha ido ganando terreno. Sin embargo, a pesar de todo lo que la ciencia ha hecho por este mundo, su representación del universo parece haber dejado a la humanidad sin ese otro mundo capaz de alimentar la esperanza en un futuro definitivo. Así las cosas, la razón va quedando satisfecha, pero el corazón permanece hambriento al no resolverse la cuestión del sentido que los hechos por sí mismos no poseen. En otras palabras, las lecturas y predicciones verificables de las ciencias -quienes no entran a analizar el llamado mundo espiritual, ni la eventualidad del tras la vida presente- nada satisfactorio dicen respecto a todas esas capacidades que a los humanos constantemente nos abren y lanzan al futuro: desear y razonar, amar y crear, etc.

No sería oportuno ahora abundar en la larga y estéril controversia entre religiones y ciencia, pero sí señalar la encrucijada a la que estas nos han conducido desde sus respectivos desarrollos. Religiones y ciencia, al momento de enfrentarse a lo que el común de los mortales: el miedo a todo lo que atenta contra la vida y, como contrapartida, el límite y la frustración, han buscado siempre dotarnos de anclajes para la supervivencia: mitos, creencias, revelaciones, pruebas, datos… da igual su naturaleza, inmanente o trascendente. Así las cosas, al día de hoy, para la ciencia, Dios o cualquier absoluto trascendental, serían insignificantes; que existan, ni explica nada, ni permite anticipación empírica alguna. En contrapartida, las religiones (al menos en su institucionalidad), al tener que soportar el agobio interpelante de no poder probar ninguno de sus absolutos al margen de los hechos, han tenido que sucumbir a la apología de las ventajas sociales y personales de creer en las creencias… ´Sí Dios no existe, habría que inventarlo`.

Desde este tire y afloje se ha configurado la Modernidad, pero también la Posmodernidad. Consecuencia: que cuando creer en absolutos parece imposible, el sustituto de creer en la creencia deviene vano y los datos ciertos solo producen tranquilidad temporal, resulta que nuestro tiempo se ha constituido en una época hipervulnerabilizada, por lo tanto, ansiosa y neurotizada al máximo. Es decir, no es que hayamos aumentado objetivamente nuestros niveles de vulnerabilidad, de hecho, tenemos más recursos que en otros momentos de la historia para un mejor vivir, sino que lo que ha aumentado es la percepción de nuestra intrínseca fragilidad. Una percepción que, al radicalizar nuestra inadaptación (esto es propiamente la neurosis) a lo que la vida manifiesta, pero también a lo que ésta oculta, termina produciendo dos dinámicas personales y sociales claramente identificables. Por un lado, la de la agitación nerviosa y codiciosa, incapaz de sosiego y satisfacción, sea que vayamos detrás de lo material, el placer o el crecimiento personal; la postura del consumo que tan bien aceitada tiene el mercado. Por otro, la de enfrentarse a la vida: un cuento sin pies ni cabeza, tratando de obtener de ella lo que se pueda mientras se va de una nada hacia otra; la postura, entre cínica y desesperada, del hacer porque no hay más remedio.

Dos dinámicas que, aunque fracasadas o -por ser suaves- necesitadas de urgente revisión, tal como la COVID-19 ha demostrado, se relacionan a un único empeño: el de dotar de valor y sentido a nuestras inseguras existencias. Un esfuerzo absolutamente contrario a aquella ´ley del esfuerzo invertido` de la que hablara Alan Watts en su célebre Sabiduría de la Inseguridad [1951]. Según dicho principio, cuando intentamos permanecer en la superficie del agua, nos hundimos; cuando tratamos de sumergirnos, flotamos. Realidad e imagen elocuente de que es imposible comprender la vida, lo que ella manifiesta y lo que en ella late, cuando solo tratamos de aferrarla y controlarla, sea que para eso elijamos cualquier tipo de creencia; o nos abstengamos de la creencia religiosa, o aceptemos el escepticismo de la crítica científica o como la gran mayoría, optemos por creer en la creencia, sea Dios o toda esa larga serie de diosecillos a los que tanto tributamos. ¿Pero hay entonces algún camino alternativo más allá del mito y la desesperación? Hay uno sí, como dijera el zorrito, el de lo invisible a los ojos. Un camino para el cual debemos recuperar el sentido de un término actualmente desusado y el valor de una actitud fundamental, también a la baja. Hablamos de la fe y la confianza respectivamente. Dos cuestiones, o mejor, caras de una misma medalla, que erróneamente se han confundido hasta lo indecible con creencias y creer.

Como para abrir boca, pongamos sobre la mesa algunos errores. Ha sido habitual que religiones y ciencia confundieran el símbolo, la expresión de aquello sobre lo que hablan, con la realidad hablada, lo cual ha llevado en un campo y en otro a una especie de ver incorrecto, a una especie de visión necesitada de la corrección que pueden proporcionar unas gafas. En este sentido, otro error: toda creencia y creer, religiosa y científicamente hablando, se ha configurado como insistencia en aquella verdad que se quiere o desea, algo así como fabricar de antemano un recipiente destinado a un contenido absolutamente escurridizo o empaquetar un lito de agua. Comenzamos a vislumbrar por dónde responder a nuestros interrogantes. Tanto la fe como la confianza suponen zambullirse en lo desconocido, un dejar ir en lugar de aferrar como hacen creencia y creer… Necesitamos gestionar nuestra legítima aspiración de seguridad, nuestros miedos, desde un giro racional y conductual auténticamente revolucionario. ¿Será este el tiempo de hacerlo? En breve, más…  

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sábado, 5 de septiembre de 2020

´Nueva normalidad` y ´cebollas de Egipto` (III)

Sin duda: ´la vuelta al trabajo` y ´la vuelta al cole`, son dos de los titulares que hoy ocupan nuestro ánimo y pensamiento. Y aunque siempre ambas vueltas han sido constituyentes de incertidumbre y ansiedad, con la actual situación de pandemia se han convertido en el nudo gordiano de las tensiones entre los ámbitos privado, semipúblico y público, a la sazón, recriminándose unos a otros. Una dinámica de desgastantes reclamos que, si bien supone niveles diferenciados de responsabilidad, viene a decirnos que estamos en medio de un atolladero existencial más que ante una cuestión de gestión. En efecto, y retomando la imagen de los israelitas bíblicos huyendo a través del desierto, que estamos queriendo volver a la falaz seguridad de la esclavitud en lugar de aventurarnos tras los inciertos pasos de la libertad.

Ante dicha tentación, hoy encubierta y legitimada detrás de la contradictoria idea de ´la nueva normalidad`, hace poco decíamos que necesitamos reconectar con el riesgo, el límite y la frustración que tanto nos asquean. Después, asumirlos desde un sano ejercicio de racionalidad y voluntad y finalmente, gestionarlos a partir de un proyecto existencial con sentido, no del oportunismo de lo que ´ahora convenga`, sea en los ámbitos de lo privado, semipúblico o público. Urgen ejercicios grandes de confianza, libertad y bondad. En el desierto, todos deberíamos aprender a desterrar nuestras mitificaciones, precisamente las que enmascaran -como las cebollas egipcias- nuestros miedos. Solo entonces nuestras legítimas aspiraciones dejarán de confundirse con nuestras desnortadas expectativas.

De ahí la necesidad de plantear la vida y el vivir que tenemos por delante, no desde la mera administración de aptitudes y talentos, sino según el criterio teleológico de unas actitudes y talantes capaces de engendrar esperanza a la vez que resistencia. Para entendernos: ¿de qué nos sirven unos determinados recursos, si no sabemos hacía dónde orientarlos? Más que nunca estamos llamados a descubrir y poner en valor la positividad de la contención y la austeridad como prácticas de contraposición y regulación inteligente y cordial para con uno mismo, la vida y los otros. En el fondo como prácticas, no las únicas, capaces de restituirnos al sentido de las cosas, a una conducción de ´luces largas` que, por supuesto tendrá que traducirse en cambios políticos y económicos, sociales y culturales, pero sobre todo en esos otros cambios que tanto cuestan: los personales.

De esta forma, así como el albergar y cobijar propios de la contención tendrían que ser ejercicio asertivo de cuidado para con uno y los otros, en particular en medio de toda conflictividad, del mismo modo la frugalidad y la moderación, el realce de lo pequeño y lo sencillo propios de la austeridad deberían entrar a formar parte de nuestra cotidianidad. Ejercicios -individuales y colectivos- con los que transitar por el desierto, reclamando por supuesto pequeñas tiendas donde resguardarnos de la intemperie, pero evitando, frente al miedo al riesgo, el límite y la frustración, la mitificación de que todo ello deberá desaparecer. En el fondo, evitando la idealización de unas seguras, saciantes y sabrosas cebollas.

Convenzámonos, ni hubo, ni habrá tales cebollas. En la dimensión de nuestra existencia, ni procedemos ni vamos hacia ningún paraíso [Esquirol. La penúltima bondad. 2018]. ¿Seremos, por tanto, capaces de caminar en la apertura de la no expansión, la sabiduría de la inseguridad y la solidez de la flexibilidad? ¿De dar a nuestra necesidad de confianza y seguridad, libertad y bondad, una nueva matriz de desarrollo? Unos desafíos donde el arte de la contención y la austeridad aún tienen mucho que decir y enseñar, pues no es cierto que sean signos de fracaso o desilusión tal como nos han hecho creer el mercado y sus brazos político-culturales. Por el contrario, pueden ser expresión de que la pregunta acerca de nuestra vida y vivir ha encontrado respuestas mejores, de que aún podemos caminar en el desierto diseñando sendas con sentido.

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