martes, 15 de septiembre de 2020

COVID-19, cebollas de Egipto y sabiduría de la inseguridad (I)

Todo se ha tornado más incierto e inseguro, tenemos miedo. La situación apunta a que nuestros niveles de ansiedad, y hasta neurosis, aumenten. De ahí el bucle generalizado de desgastantes reclamos que, si bien supone niveles diferenciados de responsabilidad, viene a decirnos que estamos en medio de un atolladero existencial más que ante una simple cuestión de gestión. Por eso, nuestra apelación a la imagen de los israelitas bíblicos huyendo de los egipcios, ya que es un hecho que podemos asimilar nuestro presente al de aquella prototípica travesía por el desierto. Pero, desde aquella experiencia, y la actual, nuestra insistencia. Necesitamos reconectar con la inseguridad, el límite y la frustración que tanto nos incomodan, intentando a la vez una gestión más sana de los miedos que todo ello produce. En este sentido hablamos de ejercicios de verdad y transformación -individuales y colectivos- con los que resguardarnos en la intemperie. ¡Pero ojo! evitando la mitificación o creencia de que todo eso ´malo a lo que tememos` en algún momento no existió o a futuro desaparecerá. En el fondo, evitando la idealización de unas seguras, saciantes y sabrosas cebollas egipcias [Nm 11, 4-5].

Convenzámonos, ni hubo, ni habrá tales cebollas. De donde que nos preguntemos: ¿seremos capaces de caminar en la sabiduría de la inseguridad, la apertura de la no expansión y la solidez de la flexibilidad? Tres desafíos paradójicos, totalmente contrarios a la urdimbre sobre la que se han edificado nuestros cacareados sistemas y estilos de vida; tres soberbios puzles donde el arte de la contención y la austeridad aún tienen mucho que decir y enseñar, pues en contra de la idea de fracaso o desilusión que de ellas tenemos, contención y austeridad pueden ser expresión de que aún podemos caminar en el desierto diseñando sendas de posible sentido, de que la preguntas acerca de nuestras inseguridades han hallado otras respuestas. Solo entonces nuestras legítimas aspiraciones dejarán de confundirse con nuestras desnortadas expectativas. Necesitamos aprender a desterrar nuestras mitificaciones, precisamente las que enmascaran -como las cebollas de Egipto- nuestros miedos, pues estos siempre estarán ahí. Podremos pasar entonces, del nivel de las creencias, esas que suelen fabricar monstruos, al nivel de un nuevo ver; un ver -como dijera el zorro al Principito- capaz de lo esencial. Pero ¿cuál es el camino que en todo esto toca desandar? O ¿cuál la nueva forma de andar en el desierto?

Nunca, a lo largo de la historia, la seguridad ha sido más que provisoria y aparente, de ahí la secular necesidad y elaboración de creencias inmutables por encima de incertezas y calamidades. Vinculada a esta elaboración, pocas veces inocente, el estatus y rol de las religiones; pero tras siglos de dominio, la autoridad de aquellas fue reemplazada por la de la ciencia, quien, desde generalmente la duda sincera, ha intentado comprender y enfrentarse a la vida tal como ésta es. Desde entonces, el escepticismo -ateo o agnóstico- ha ido ganando terreno. Sin embargo, a pesar de todo lo que la ciencia ha hecho por este mundo, su representación del universo parece haber dejado a la humanidad sin ese otro mundo capaz de alimentar la esperanza en un futuro definitivo. Así las cosas, la razón va quedando satisfecha, pero el corazón permanece hambriento al no resolverse la cuestión del sentido que los hechos por sí mismos no poseen. En otras palabras, las lecturas y predicciones verificables de las ciencias -quienes no entran a analizar el llamado mundo espiritual, ni la eventualidad del tras la vida presente- nada satisfactorio dicen respecto a todas esas capacidades que a los humanos constantemente nos abren y lanzan al futuro: desear y razonar, amar y crear, etc.

No sería oportuno ahora abundar en la larga y estéril controversia entre religiones y ciencia, pero sí señalar la encrucijada a la que estas nos han conducido desde sus respectivos desarrollos. Religiones y ciencia, al momento de enfrentarse a lo que el común de los mortales: el miedo a todo lo que atenta contra la vida y, como contrapartida, el límite y la frustración, han buscado siempre dotarnos de anclajes para la supervivencia: mitos, creencias, revelaciones, pruebas, datos… da igual su naturaleza, inmanente o trascendente. Así las cosas, al día de hoy, para la ciencia, Dios o cualquier absoluto trascendental, serían insignificantes; que existan, ni explica nada, ni permite anticipación empírica alguna. En contrapartida, las religiones (al menos en su institucionalidad), al tener que soportar el agobio interpelante de no poder probar ninguno de sus absolutos al margen de los hechos, han tenido que sucumbir a la apología de las ventajas sociales y personales de creer en las creencias… ´Sí Dios no existe, habría que inventarlo`.

Desde este tire y afloje se ha configurado la Modernidad, pero también la Posmodernidad. Consecuencia: que cuando creer en absolutos parece imposible, el sustituto de creer en la creencia deviene vano y los datos ciertos solo producen tranquilidad temporal, resulta que nuestro tiempo se ha constituido en una época hipervulnerabilizada, por lo tanto, ansiosa y neurotizada al máximo. Es decir, no es que hayamos aumentado objetivamente nuestros niveles de vulnerabilidad, de hecho, tenemos más recursos que en otros momentos de la historia para un mejor vivir, sino que lo que ha aumentado es la percepción de nuestra intrínseca fragilidad. Una percepción que, al radicalizar nuestra inadaptación (esto es propiamente la neurosis) a lo que la vida manifiesta, pero también a lo que ésta oculta, termina produciendo dos dinámicas personales y sociales claramente identificables. Por un lado, la de la agitación nerviosa y codiciosa, incapaz de sosiego y satisfacción, sea que vayamos detrás de lo material, el placer o el crecimiento personal; la postura del consumo que tan bien aceitada tiene el mercado. Por otro, la de enfrentarse a la vida: un cuento sin pies ni cabeza, tratando de obtener de ella lo que se pueda mientras se va de una nada hacia otra; la postura, entre cínica y desesperada, del hacer porque no hay más remedio.

Dos dinámicas que, aunque fracasadas o -por ser suaves- necesitadas de urgente revisión, tal como la COVID-19 ha demostrado, se relacionan a un único empeño: el de dotar de valor y sentido a nuestras inseguras existencias. Un esfuerzo absolutamente contrario a aquella ´ley del esfuerzo invertido` de la que hablara Alan Watts en su célebre Sabiduría de la Inseguridad [1951]. Según dicho principio, cuando intentamos permanecer en la superficie del agua, nos hundimos; cuando tratamos de sumergirnos, flotamos. Realidad e imagen elocuente de que es imposible comprender la vida, lo que ella manifiesta y lo que en ella late, cuando solo tratamos de aferrarla y controlarla, sea que para eso elijamos cualquier tipo de creencia; o nos abstengamos de la creencia religiosa, o aceptemos el escepticismo de la crítica científica o como la gran mayoría, optemos por creer en la creencia, sea Dios o toda esa larga serie de diosecillos a los que tanto tributamos. ¿Pero hay entonces algún camino alternativo más allá del mito y la desesperación? Hay uno sí, como dijera el zorrito, el de lo invisible a los ojos. Un camino para el cual debemos recuperar el sentido de un término actualmente desusado y el valor de una actitud fundamental, también a la baja. Hablamos de la fe y la confianza respectivamente. Dos cuestiones, o mejor, caras de una misma medalla, que erróneamente se han confundido hasta lo indecible con creencias y creer.

Como para abrir boca, pongamos sobre la mesa algunos errores. Ha sido habitual que religiones y ciencia confundieran el símbolo, la expresión de aquello sobre lo que hablan, con la realidad hablada, lo cual ha llevado en un campo y en otro a una especie de ver incorrecto, a una especie de visión necesitada de la corrección que pueden proporcionar unas gafas. En este sentido, otro error: toda creencia y creer, religiosa y científicamente hablando, se ha configurado como insistencia en aquella verdad que se quiere o desea, algo así como fabricar de antemano un recipiente destinado a un contenido absolutamente escurridizo o empaquetar un lito de agua. Comenzamos a vislumbrar por dónde responder a nuestros interrogantes. Tanto la fe como la confianza suponen zambullirse en lo desconocido, un dejar ir en lugar de aferrar como hacen creencia y creer… Necesitamos gestionar nuestra legítima aspiración de seguridad, nuestros miedos, desde un giro racional y conductual auténticamente revolucionario. ¿Será este el tiempo de hacerlo? En breve, más…  

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1 comentario:

  1. me parece muy acertado en estos momentos el texto que has mandado. Plantea todas aquellas inquietudes que en ya anteriormente nos haciamos pero ahora con mas sentido.
    ?crees que el libro de Alan Watts "Sabiduria de la inseguridad" es oportuno leerlo. gracias

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