viernes, 11 de noviembre de 2016

´Cuidado de sí`: ¿Cuál era la sospecha de Marx? ¿Y las de Nietzsche y Freud?

Frente a la inamovible certeza de Descartes acerca de la propia conciencia individual (cogito, ergo sum), certeza sobre la que podemos decir se construyeron todas las racionalidades modernas, los tres maestros de la sospecha [Ricoeur, Paul: 1965]: Marx, Nietzsche y Freud, desde marcos teóricos y propósitos diversos, consideraron una falsedad dicha conciencia. Sobre todo en sus desarrollos burgueses, morales y psíquicos.

De este modo, Marx, en clara contraposición al orden capitalista-burgués, esgrimió un sistema de pensamiento y acción profundamente revolucionario; movido -más que por la interpretación de los aspectos estructurales y superestructurales de la sociedad- por el deseo de transformación de los mismos. Transformación que suponía la inversión del orden burgués por el del proletariado; ello con la consiguiente destrucción de todos los aspectos que ideológica y materialmente hubieran servido a la opresión y a la alienación.

En una línea menos socio-política, Nietzsche dedicó su intermitente e intempestiva reflexión a dos cuestiones que desde siempre vio como profundamente vinculadas: la ontológica o metafísica y la moral. Vinculación que en el caso del pensamiento y la moral occidental, ha respondido a la traición y la mentira. Precisamente las de haber arrinconado la tensión clásica entre lo dionisíaco e impulsivo y lo apolíneo u ordenado en favor de esto último. Consecuencias: la creación de un orden inmutable y estático, que el cristianismo posterior refrendo y acrecentó.

Por último, Freud, apuntó hacia la construcción de la psiquis individual desde lo que consideró un largo y complejo proceso no consciente de organización. Proceso en el que deseos, necesidades y pulsiones, en interacción con las mediaciones y referencias parentales y culturales que fuesen y bajo el marco de los principios de placer y realidad, determinaría el nacimiento de una topografía de lo mental mucho más intrincada que la del modelo -claro y distinto- del Racionalismo y la Ilustración.

Así, desde diferentes frentes, los tres vinieron a develar la posibilidad de resignificar el sentido de las ilusiones modernas. Vinieron a invitarnos a realizar lo que ellos: sospechar e interpretar. Dos desafíos que deberían vertebrar cualquier planteamiento acerca del ´cuidado de sí`, sobre todo cuando este parece querer ser captado por las fuerzas del mercado. De hecho no es casual que se venda y compre bienestar emocional e interior por doquier, y paralelamente no se fomente el pensamiento crítico.

viernes, 28 de octubre de 2016

´Cuidado de sí`, de la estética y la ética a nuestros días

      A lo largo de la historia, hombres y mujeres han vinculando bienestar y felicidad a sus particulares miradas sobre lo real. Miradas a partir de las cuales han intentado desarrollar principalmente las actitudes y habilidades -no tanto las herramientas- necesarias para transformarse, solos y grupalmente. Esto porque en el fondo siempre ha habido modelos antropológicos que seguir. Modos a partir de los cuales construir la subjetividad, es decir, las formas de percibirse, representarse y accionar los sujetos humanos. Todo ello mediante procesos sociales en los que se ha ido de conquista en conquista, cuantitativamente de menos a más. Ya fuera desde la necesidad y el imperativo del cosmos o la divinidad, o desde la decisión autónoma del sujeto. Por tanto también, unos modelos y procesos que históricamente han significado la presencia del inevitable juego de los tres objetos filosóficos de siempre: el cosmos, la divinidad, el hombre.
      De este modo, aunque nuestra aproximación al ´cuidado de sí` tenga su origen más inmediato en los cuestionamientos que desde finales del siglo XIX se han hecho a la razón representativa kantiana y a la razón especulativa hegeliana (formas de la razón instrumental moderna), por imperio de los mismos debemos revisar todos los accesos posibles al mundo de lo ´humano`. De donde la necesidad de remontarnos tras los aciertos y desaciertos con los que históricamente hombres y mujeres han construido su propia trayectoria de ´cuidado`. Detenernos solo en aquellos factores psicológicos, existenciales y espirituales (la angustia, el amor, la tentación, la muerte, la seducción, la debilidad, el miedo, el deseo, etc.) que primeros existencialistas, maestros de la sospecha y filósofos del lenguaje convirtieron en variables lícitas para la comprensión de lo humano, no sería suficiente. Debemos ir más allá. Como decíamos, tras las actitudes y habilidades que cada modelo histórico-antropológico intento plasmar en relación a la construcción de la subjetividad.
      Comencemos. En la Antigüedad Clásica, las necesidades surgidas de la propia fragilidad natural, hicieron que la determinación del cosmos se vinculará a ideales como el equilibrio, la virtud y el autodominio. Ideales tras los cuales, más allá de épocas, contextos y doctrinas, es posible ver como los elementos individuales y colectivos desde los que construir la subjetividad -al menos la de los ´hombres` que cuentan- guardarían un cierto equilibrio, yendo de lo estético a lo ético. Con todo, los logros del mundo antiguo en torno al juego parresiástico, en parte heredero de la honestidad sapiencial más remota, quedará trasmutado, y en cierto sentido oculto, tras el peso del imperativo divino judeo-cristiano y la posterior llegada del Medievo. De este modo, la parresía filosófica desarrollada por las escuelas helenísticas, con sus tres aprendizajes ascéticos, terminará por supeditarse completamente a una eticidad signada por el más allá del mundo.
      En efecto, aunque vida y muerte seguirán siendo el terreno desde donde aprender a cuidarse, con el cristianismo, el amor a desplegar en la vida, no será respecto a la sabiduría, sino respecto a la bondad en tanto condición para la retribución eterna. La ansiada sabiduría pagana, solo asequible en la vida solitaria de unos pocos: los filósofos, es reemplazada por una acción humana ideal: la de la bondad, dudosa por cierto, pero más generalizable diría Arendt. Todo, porque ante la vida y la muerte (dada la contundencia de la verdad cristiana sobre la vida eterna) la actitud a fomentar no será la de la inmortalidad terrena, la del pensamiento, sino la de la unión con Dios. Deificación que hará que la mayoría de los hombres vivan como almas sin cuerpo, privilegiando (desde un cierto platonismo ideológico) una comprensión de la realidad más iconográfica y gestual, que metafórica e interior. En contrapartida, unos pocos: los monjes, harán de la atención a uno mismo y de la impasibilidad, de la ausencia de preocupaciones y de la paz del alma, las formas de un único empeño: huir del cuerpo para orientar todo hacia lo inteligible y trascendente. Una radical opción por la vida eterna que determinará toda la andadura interior y espiritual medieval y moderna.
      Tanto, que el monacato nunca logrará que las prácticas del yo por él custodiadas, adquiriesen en el espacio secular el sentido que en la sociedad tardo-clásica habían poseído. De modo que, en una sociedad plenamente persuadida del contraste entre los mundos corporal y espiritual, e incapaz de razonadas matizaciones, la vivencia de la vida vino a quedar absorbida por la vivencia de la muerte y el después de la muerte. Con todo, en su amanecer, la Modernidad, con la emergencia del Humanismo y el Renacimiento, tendrá más que ver con el humanismo cristiano del primer milenio, que con el naturalismo secularista en el que desembocará después merced a las transformaciones científicas de los siglos XVI y XVII.
      Aún así, puesta la consciencia moderna en el camino de la autonomía, el proceso posterior se tornará irrefrenable. En efecto, el deseo progresivo de constatar las posibilidades de la libertad individual -despierta ahora del sueño de la fe puramente ideológica- y el alcance del dominio de la naturaleza abierto por las ciencias positivas, determinarán que la distinción entre hombre y mundo se acentúen más y más. Tanto, que se llegará a producir lo que Arendt más tarde calificará como la ´alienación del mundo`. De este modo, el enfrentamiento entre consciencia y realidad devino en la conversión de ésta en imagen y del hombre en sujeto. Quedando ambos enlazados por la representación, es decir, por una cuestión si se quiere metodológica. ¿Cuál? Pues la de garantizar la máxima objetividad posible ya que en última instancia la realidad no sería más que un orden lógico construido desde la propia consciencia humana. A esta aspiración de control y conquista de lo real responderán la distinción que Descartes exigirá a las ideas, pero también la seguridad de las ciencias positivas que Kant buscará para la filosofía o la pretensión de Hegel de alcanzar un saber absoluto.
      Paradójicamente, esta radicalización de la subjetividad convertirá a la naturaleza en un caos material necesitado de control, desarraigando al propio hombre del mundo real; mundo al que a su vez debe dar sentido y legalidad. De ahí las grandes construcciones políticas, sociales y éticas de la Modernidad -construcciones de las que aún somos herederos- y la doble tensión en la que ha quedado atrapada hasta hoy la propia subjetividad. La tensión de disolverse en el magma de los condicionamientos que atraviesan lo humano y la de, como libertad sin límites ni fines, convertirse en coartada para nuevas formas de control. Por eso, como dirá Heidegger: ´afirmar la subjetividad a expensas del mundo no ha sido algo accidental… ha sido un comportamiento auténticamente patológico`. Precisamente el comportamiento que permitirá caracterizar a nuestros tiempos posmodernos como los de la muerte del sujeto. Así, mientras la subjetividad lo cubriría y explicaría todo, el sujeto humano concreto se disolvería en grupos, condicionamientos y determinismos… con lo cual, la apoteosis de la primera no traería más que el vértigo del desarraigo definitivo.
      Un vértigo que de Nietzsche a Foucault, quedará recogido en la critica a lo que Innerarity y otros autores denominan el ´sueño antropológico`, antítesis del ´sueño dogmático` del que la Modernidad pretendió infructuosamente salir. De ahí la actualidad de las palabras de Nietzsche: ´a todos los que aún plantean cuestiones sobre lo que es el hombre en su esencia, a todos los que quieren partir de él para tener acceso a la verdad… [pero] se niegan a mitologizar sin desmitificar… pensar sin pensar inmediatamente que es el hombre quien piensa, a todas esas formas de reflexión torcidas y deformadas, sólo cabe oponer una risa filosófica... es decir, en cierto modo, silenciosa`.
      Palabras que nos devuelven a una imperativa necesidad. La de reencontrarnos con un saber cuyo sentido y valor, para ser y salvar lo más humano de lo humano que nos sea posible, no caiga una vez más en la coartada de falaces antropologizaciones. En medio del naufragio, nos toca reconstruirnos solo mirándonos en los espejos rotos que nos quedan.  

martes, 6 de septiembre de 2016

El ´cuidado de sí`. Las vueltas al hombre y al mundo (III)

Decíamos hace tiempo ya, que durante la Modernidad se produjo una radicalización de la subjetividad que, a la par que convirtió la naturaleza en un caos material necesitado de control, desarraigó al propio hombre del mundo real. Así, dicho mundo, por carecer de fin y sentido, requerirá por parte del hombre dirección y legalidad. Toda una paradoja. Precisamente aquella de donde nacen las grandes construcciones políticas, sociales y éticas de la Modernidad; las mismas de las que aún, para bien y para mal, somos herederos.

De este modo, a través de un avance complejo pero irrefrenable, dicha subjetividad (emancipada de una naturaleza reducida a simple materia disponible y controlable) quedó abocada a dos posibilidades. Primero: a disolverse en el mundo de los condicionamientos que atraviesan lo humano: la vida, el trabajo, el lenguaje, etc. Segundo: como libertad sin finalidad, a convertirse en coartada para la arbitrariedad y el dominio político. En el fondo, una polarización conducente al fin de la auténtica interioridad.

Pero como diría Heidegger: ´afirmar la subjetividad a expensas del mundo no ha sido algo accidental, por el contrario, ha sido un comportamiento auténticamente patológico`. Precisamente el que permitiría caracterizar nuestros tiempos posmodernos como los de la clara muerte del sujeto. Así, mientras la subjetividad lo cubriría y explicaría todo, el sujeto humano concreto se disolvería en grupos, condicionamientos y determinismos… la apoteosis de la primera no traería más que el vértigo del desarraigo definitivo.

Un vértigo que de Nietzsche a Foucault, quedará recogido en la critica a lo que Innerarity y otros autores denominan el ´sueño antropológico`, antítesis del ´sueño dogmático` o fideista del que la Modernidad pretendió infructuosamente salir. De ahí la actualidad de las palabras de Nietzsche: ´a todos los que aún plantean cuestiones sobre lo que es el hombre en su esencia, a todos los que quieren partir de él para tener acceso a la verdad… [pero] se niegan a mitologizar sin desmitificar… pensar sin pensar inmediatamente que es el hombre quien piensa, a todas esas formas de reflexión torcidas y deformadas, sólo cabe oponer una risa filosófica... es decir, en cierto modo, silenciosa`.

Palabras que nos devuelven a una imperativa necesidad. La de reencontrarnos con un saber cuyo sentido y valor, para ser y salvar lo más humano de lo humano que nos sea posible, no caigan una vez más en la coartada de falaces antropologizaciones. 

Sobre los restos del naufragio moderno y posmoderno, como quien se contempla (para redescubrirse) ante espejos quebrados, nuestra misión será recuperar casa y sujeto, interioridad y espiritualidad, es decir, el mejor orden posible para el ´cuidado de sí y de los otros`…

miércoles, 8 de junio de 2016

El ´cuidado de sí`. Las vueltas al hombre y al mundo (II)

Decíamos hace poco, que en el surgimiento de la filosofía moderna nos encontramos con la radicalización de unas posibilidades ya abiertas por el pensamiento medieval: la centralidad atribuida al hombre, su irreductibilidad respecto a la naturaleza y la consiguiente relativización del mundo. De ahí que los humanismos renacentistas significasen en buena medida una vuelta al cristianismo del primer milenio: más platónico que aristotélico, más dialógico que dogmático. En el fondo, una fuente que por no ser en principio ni naturalista ni secularista en sentido absoluto, habría permitido un desarrollo diferente del pensar naciente.

Sin embargo, la historia fue otra. En efecto, el deseo progresivo de constatar las posibilidades de la libertad individual -despierta ahora del sueño de la fe puramente ideológica- y el alcance del dominio de la naturaleza abierto por las ciencias positivas, determinaron que la distinción entre consciencia y mundo se acentuara más y más. Tanto, que llegó a producir lo que Hannah Arendt más tarde calificara como la ´alienación del mundo`. Una mengua del valor intrínseco de lo real profundamente novedosa dado que la mencionada distinción ni fue la de la vieja subordinación platónica de la materia a las ideas, ni la cristiana de lo sensible al espíritu.

De este modo, el enfrentamiento entre la consciencia y el mundo devino en la conversión de este en imagen y del hombre en sujeto. Quedando ambos enlazados por la representación, es decir, por una cuestión si se quiere metodológica. La de constituir y garantizar la máxima objetividad posible ya que en última instancia la realidad no sería más que un orden lógico construido desde el propio hombre. A esta aspiración de control y conquista de lo real responderá la distinción que Descartes exige a las ideas, pero también la seguridad de las ciencias positivas que Kant busca para la filosofía o la pretensión de Hegel de alcanzar un saber absoluto.

En síntesis, una radicalización de la subjetividad que a la vez que convierte la naturaleza en un caos material necesitado de control, desarraiga al propio hombre del mundo real; mundo al que debe dar sentido y legalidad. De ahí las grandes construcciones políticas, sociales y éticas de la Modernidad de las que aún, para bien y para mal, somos herederos...

domingo, 15 de mayo de 2016

El ´cuidado de sí`. Las vueltas al hombre y al mundo (I)

Centrar la vida en Dios y en su promesa al momento del traspaso al más allá, parece haber hecho al hombre medieval alterar sus sentidos de autonomía y responsabilidad frente a sí mismo y frente al mundo. Alteración por cierto entendible si tenemos en cuenta la precariedad que entonces suponía la vida material; precariedad agudizada por fenómenos constantes como las hambrunas, las enfermedades o el sistémico estado de beligerancia.

Con todo, serán elementos propiamente cristianos los que determinarán la búsqueda -y el paso- hacia nuevos horizontes vitales. De hecho, la centralidad concedida al hombre por encima de las demás criaturas, su irreductibilidad respecto a la naturaleza y por consiguiente, la relativización del mundo, son los presupuestos sobre los que en principio se asentarán los humanismos del Renacimiento y más tarde el deísmo racionalista.

Por eso cabe decir que en sus inicios, la Modernidad no supuso un proceso hacia el naturalismo secularista tan claramente definido como sí lo fue tras las transformaciones científicas de los siglos XVI y XVII. Al contrario, de Erasmo a Moro e incluso de Maquiavelo a Campanella, pasando por Montaigne, vemos un claro deseo: el de querer volver al hombre y al mundo desde puntos de vista capaces de plantar cara a los dualismos y voluntarismos bajomedievales, pero no el de alienar al hombre respecto del mundo como sucederá después.

No por nada Erasmo osa ensalzar a la locura -por contraposición a la cordura racional e ideológica de la Cristianitas- como vitalidad y valor que pone en movimiento a la realidad misma, o Moro incardinar el deseo de felicidad en algo tan primario y placentero como la salud. Ni que decir, que políticamente Maquiavelo, Montaigne o Campanella, resignifican el sentido de lealtad y subordinación de los súbditos frente a la indignidad y capricho de la autoridad.


¡Pero a la consciencia que comienza a ser autónoma le quedan aún cosas por experimentar! Pasar del control al dominio de lo real, de su captación a su invención, en fin, le queda ser del todo moderna...

viernes, 4 de marzo de 2016

El ´cuidado de sí`. Su deriva antigua y medieval (II)

Decíamos hace poco, que tras el encuentro de las cosmovisiones pagana y cristiana en la Antigüedad tardía, vida y muerte seguirán siendo el terreno al cual vincular las herramientas del autocuidado. Pero ahora, con el avance del nuevo credo, como accesos a la bondad y a la vida eterna, ya no a la sabiduría y a la inmortalidad del pensamiento. Un giro que en el cristianismo de los primeros siglos supondrá dos cosas. Por un lado, sustituir la expectativa evangélica de la llegada inminente del Reino de Dios, por el ideal -también filosófico- de la unión con Dios. Y por otro, vincular dicha deificación al camino ascético y contemplativo [Arendt]. No por nada las herramientas del autocuidado pasarán a ser cultivadas y custodiadas en un espacio tan particular como el del monacato. Un espacio ciertamente no tan elitista como el de las viejas escuelas filosóficas, pero como antesala preparatoria a la muerte, totalmente fuera del mundo.

Pues el giro antedicho, será la principal causa del irrefrenable divorcio entre lo doctrinal y lo práctico -entre el fundamento que antaño había dado sentido a las prácticas del yo y las prácticas mismas- que lentamente comenzará a gestarse. Así, tras el intento de los siglos II al V de servirse positivamente de las tradiciones paganas, el cristianismo, en tanto triunfal religión de Estado, se movió -como es obvio no sin tensiones- entre lo ideológico, especialmente entre las masas, y la absorción del modo de vida de las escuelas filosóficas helenistas, en este caso entre sus miembros más directamente vinculados a lo espiritual: los monjes. Movimiento y tensión que:
a) en general hicieron que para el hombre común la vida se volviese más la vida de un alma que la vida de un ser carnal. Conforme por momentos a la razón, en analogía a la vida de los estoicos y cínicos, pero más específicamente conforme al Espíritu, en analogía a la de los platónicos [Hadot]. Vida ante la cual las claves del cuidado personal fueron más bien ajenas y lejanas, ello por privilegiarse una comprensión de la realidad más iconográfica y gestual, que metafórica e interior.
b) en particular, para unos pocos, hicieron de la atención a uno mismo y de la búsqueda de la impasibilidad, de la ausencia de preocupaciones y de la paz del alma, las formas de un único empeño: huir del cuerpo para orientar todo hacia lo inteligible y trascendente. Una radical opción por la vida eterna que determinará toda la andadura interior y espiritual medieval y moderna.

Tanto, que cada vez que el monacato, en tanto reservorio mental y cultural de Occidente, salió al encuentro del mundo alto y bajomedieval, nunca logró que las prácticas del yo por él custodiadas, adquiriesen en el espacio secular el sentido que en la sociedad tardo-clásica habían poseído. Cierto que el fenómeno masificador que ya era el cristianismo en nada contribuía a ello, pero fundamentalmente hay que pensar en la propia mutación que las herramientas en cuestión habían sufrido en monasterios y conventos. De ahí que, en una sociedad plenamente persuadida del contraste entre los mundos corporal y espiritual, e incapaz de razonadas matizaciones a nivel popular, la vivencia de la vida quedase absolutamente absorbida por la vivencia de la muerte y el después de la muerte [Aurell]. Muerte y traspaso al más allá, que si bien tras los muros monásticos seguirán vinculados -al menos como posibilidad- al desarrollo interior, en el mundo civil y cada vez más urbano de los siglos XII y XIII, se vincularán sobre todo al legalismo y simbolismo contractual; a cerrar trato (como de hecho demuestra la proliferación de Testamentos y Disposiciones para el bien morir, Misas Gregorianas e Indulgencias) con la misericordia divina. Así, mientras el desarrollo interior se hace cada vez más extraño, la emotividad y expresividad del formalismo espiritual, su exterioridad, se generalizan más y más.

Centrar la vida en Dios y su promesa pos mortem, parece haber hecho al hombre medieval alterar sus sentidos de autonomía y responsabilidad. La necesidad de una nueva existencia es más que clara. 

La vuelta al hombre y al mundo, llaman a la puerta. Sobre este marco es sobre el que en parte tendremos que entender la emergencia del Humanismo y el Renacimiento…

sábado, 13 de febrero de 2016

El ´cuidado de sí`. Su deriva antigua y medieval (I)

Decíamos hace poco, que los ejercicios y temáticas espirituales con que las escuelas filosóficas de la Antigüedad tardía buscaron el cuidado y la transformación personal, pueden circunscribirse a tres aprendizajes [Hadot]. Tres apuestas vinculadas, decíamos también, a un sentido de interioridad integral que iba desde el plano subjetivo al ético [Foucault]. Ya a través del replanteamiento no tanto de lo que la vida pudiera ser, sino de cómo mejor vivirla; de donde el encauzamiento de las pasiones. Del diálogo como práctica de autobservación crítica y contrastada, es decir como camino de autoaceptación ante la propia imperfección. Y finalmente, desde el reflexionar sobre la propia muerte. Muerte que en una cultura ajena a la idea de eternidad, está más asociada a las conocidas e intuidas potencialidades del intelecto (de ahí la eventualidad de la no mortalidad de este) que a la certeza de la sobrevida personal tras la muerte.

Con esto se encontró el cristianismo. Y aunque sería necesario analizar, para entender su final implantación hasta en los confines del Orbe Imperial, los elementos internos y externos que coadyuvaron a su paradójico desarrollo, vamos a detenernos, sumariamente, en los estrictamente vinculados con la evolución del autocuidado. Tenemos entonces, que el planteamiento helenista recibió por parte del credo naciente, no tanto una resolución clara acerca de lo que la vida de suyo fuera, sino una cierta precisión acerca de cómo vivirla y lo que ello supondría (en tanto retribución prometida y cumplida en Cristo) tras la muerte. De este modo, la bondad como acción humana ahora mandada y la vida eterna como premio a lo anterior, determinaron -en medio de un contexto general de incertidumbre vital y espiritual- el punto hacia el cual viraron las herramientas del yo de las prácticas filosóficas. 


Así, vida y muerte seguirán siendo, por entendernos, el terreno desde donde aprender a autocuidarse. Pero ahora, a diferencia de griegos y romanos, el amor a desplegar en la vida, no será respecto a la sabiduría, sino respecto a la bondad, a las buenas acciones. Y la actitud a fomentar ante la muerte -dada la contundencia de la verdad cristiana de una vida individual imperecedera en el más allá- no será ya la de lograr la inmortalidad terrena, la del pensamiento. ¿Para qué, ante la anterior promesa? Sentido y fin del autocuidado por tanto se trastocan. La ansiada sabiduría pagana, solo asequible en la vida solitaria de unos pocos: los filósofos, es reemplazada por una acción humana ideal: la de la bondad, dudosa muchas veces, pero más generalizable [Arendt]. De hecho, para los cristianos es en la soledad que se abre a Dios donde deberán resolver aquello de ´que su mano izquierda no sepa lo hecho con la derecha`. Los elementos para huir de lo público están servidos, la fuga mundi a la vuelta de la esquina… Pero con esto, continuamos en breve.

martes, 19 de enero de 2016

El ´cuidado de sí`. Ejercicios para el alma. ¿Algo nuevo bajo el sol?

La filosofía es, en la Antigüedad, práctica de ejercicios espirituales. De ejercicios para el alma en tanto ´askesis` o ´ascesis`. Pero no desde el sentido cristiano y moderno del término; sentido por el cual este es vinculado a abstinencias y restricciones, sino desde el que lo liga a la actividad interior, ya del pensamiento, ya de la voluntad. Actividad integralmente anímica, ni intelectualista, ni voluntarista.
Tal es el caso de la propuesta de escuelas como la platónica, la estoica, la cínica, la epicúrea y más tardíamente, la neoplatónica. Escuelas en las que ejercicios y temáticas espirituales estuvieron siempre vinculadas a la transformación personal a través de la constitución -por medio de dichos ejercicios- de una más auténtica naturaleza humana.
Situándose por tanto dicha actividad filosófica, no en la dimensión del conocimiento, sino en la del ´yo profundo` y el ´ser`, apostó siempre -más allá de lógicos matices- por tres claros aprendizajes.
      1) El vinculado a la vida en cuanto cambio en las maneras de ver y de ser individuales. Convencidos los antiguos del perturbador papel de la ´pasiones` y el ´deseo` a la hora de hacernos más o menos objetivamente con la realidad, se entienden su insistencias. Crear y practicar, con métodos y herramientas, la transformación por la cual pasar de una ´visión humana` de lo real, visión en la cual todo depende de las pasiones y el deseo, a otra ´visión natural`. Visión en la que cada acontecimiento es situado en la perspectiva de la naturaleza universal.
      2) El relacionado con el diálogo. Diálogo en el que la cuestión a ventilar no será la ´de qué se habla`, sino la ´de aquel que habla`. Por ende, práctica interior, pero compartida, por la cual reconociéndose los individuos en su ser esencial y en su consciencia moral, aceptábanse como no-sabios, simplemente en camino hacia la sabiduría.
      3) Por último, el aprendizaje sobre la propia muerte. Muerte que en una cultura ajena a la idea judeo-cristiana de eternidad, es en realidad replanteamiento acerca del sentido último de la vida. Colofón en última instancia, a todo el trabajo anterior sobre las pasiones y la interioridad. De ahí, la relación directa entre el dar muerte a la individualidad pulsional y el contemplar las cosas desde la perspectiva de la universalidad y la objetividad. Una perspectiva solo alcanzable merced a la eventual no mortalidad del intelecto. 

Tres aprendizajes, tres perspectivas, sobre todo la tercera, que constituirán el quicio por donde pronto entrarán las novedades que el cristianismo aportará al ´cuidado de sí`...