Con todo, recuperada esta condición o dimensión entitativa/ontológica
de la libertad, advertíamos que no siempre logra imponerse a la concepción que
la Modernidad socialmente inoculó respecto a la misma. Es decir, a aquella reducción
de la libertad a lo meramente electivo, precisamente la que la transformó en
pieza del mercado, elección en el juego de la representación política liberal y
mera re-productividad cultural.
Por eso viene a cuento la idea de libertad como capacidad para
trascender lo dado y empezar algo nuevo. Idea que Hannah Arendt (1906-1975), en
La condición humana, vincula a la naturaleza
del hombre solo en cuanto este se decida por el actuar. Por ese ir más allá de la
labor por la cual atendería a las necesidades de la vida e incluso del trabajo
por el cual -vinculado aún a lo natural- produciría bienes duraderos. Una idea
por tanto, donde libertad y acción se asimilan, se hacen anverso y reverso de
la misma moneda por el hecho de posibilitar que en ellas y por ellas el hombre
trascienda el orden de lo enteramente natural.
De este modo, al tipificar la libertad como posibilidad
humana para comenzar, para nacer una y otra vez, Arendt la desvincula del
dominio de la necesidad, el control y lo esperado. Para ella, la libertad, como
lo nuevo, siempre se da en oposición a las abrumadoras desigualdades de las leyes estadísticas y de su
probabilidad. En definitiva, la libertad que el hombre pude vivir desde la
acción -la acción de la intersubjetividad, el lenguaje y la voluntad- implica
el reinado de lo inesperado, de lo incondicionado.
Pero precisamente que la
libertad no deba su existencia a nadie ni a nada, salvo al hombre, hace que el
terreno de sus consecuencias no controlables se revele como paradoja y como terreno resbaladizo. Terreno resbaladizo desde el que algunos argumentarán para
cercenarla. Paradoja en la que aún tenemos que aprender a vivir... para con el
poeta proclamar:
Y en el poder de tu palabra
mi vida vuelve a comenzar;
he renacido a tu llamada
para invocarte: LIBERTAD
(Paul Eluard)