viernes, 13 de febrero de 2015

Con o sin certezas… ¡primero, mejor duda!

¿Quién no ha dudado alguna vez? Sea sobre la verdad o falsedad de cuestiones abstractas, o sobre lo conveniente de las acciones propias y ajenas. Con todo, este estado de indecisión, de tironeo entre dos posiciones contrarias pero probables a la vez, solo acontece en nuestra mente. Solo pertenece a nuestra capacidad de juzgar los hechos. 

Y aunque hoy por hoy se la vincule especialmente al sonado cuestionamiento acerca de sí la percepción humana puede guiarnos eficazmente hacia la verdad objetiva, como tal, la duda nos ha acompañado -antropológica y filosóficamente hablando- siempre. Es parte de nosotros. Así, históricamente dudar ha sido algo ficticio o provisional, metódico y hasta real como en el caso del escepticismo. En el fondo, encarnaciones diversas de nuestras dificultades para con la verdad del saber y del hacer.

De ahí que, desde los antiguos griegos hasta Russell, pasando por Pirrón y Descartes, Bacón y Kant, la duda siempre haya poseído el estatus de lo preliminar y privilegiado, de lo necesario para toda investigación, teórica o práctica, especulativa o ética. De hecho, para Aristóteles, “el arte de dudar bien” era precisamente lo que definía la tarea filosófica. Y para Hamilton, “el único medio seguro por el cual eliminar ídolos y prejuicios mentales” era también el de la duda.

Por eso, cuando en el día a día volvemos a estar llenos de dudas, ¡claro que en algún momento necesitaremos clausurar la indecisión! Pero en todo caso, que sea después de un fructífero contacto con la incerteza. Es decir, después de experimentar -sin miedos- con esos tironeos que en el fondo vienen a decir que entre sabios e ignorantes, preparados y listillos, la diversidad de opinión y argumentación siempre puede aparecer como sostenible. Que por lo tanto, es mejor poner todo bajo la lupa.

Razón de más para desarrollar entonces, oídos atentos y ojos avizores respecto a “qué y por qué se dice”, “cómo se dice” y “quién lo dice”. En el fondo, de poner un saludable signo de interrogación, como sí jugásemos con un provisorio suspense, sobre aquellas cosas que tenemos o se nos pretende dar como seguras… ¡Aunque sea incómoda, la duda -frente a demandadas decisiones individuales y colectivas- sigue siendo nuestra mejor defensa, un tesoro quizá!

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