lunes, 5 de octubre de 2020

COVID-19, cebollas de Egipto y apertura de la no-expansión (I)


Desde el contexto ineludible de la actual pandemia, semana a semana venimos intentando diseñar un pensar y pensarnos que nos ayude a crear esperanzas razonables, es decir, esperas capaces de resistencias lúcidas y cordiales ante lo que personal y socialmente nos acontece. Una de esas pistas o líneas, sin duda dialogable hasta el cansancio, habla de que necesitamos reconectar con la inseguridad, el límite y la frustración que tanto nos incomodan. Pero ¿para qué semejante cosa? Y lo más difícil ¿cómo?

Pues, evidentemente no para quedarnos (lo cual exacerbaría todas nuestras neurosis) enquistados en eso que por incierto va contra el más elemental sentido de supervivencia, pero sí para, sin obviar los efectos de los mazazos recibidos y, sobre todo, renunciando a la pretensión de una vida según nuestros antojos, desarrollar una gestión más sana de los miedos que nos atenazan y del fracasado sistema de coberturas que nos hemos dado. En este sentido, como metáfora de lo primero, de lo que no deberíamos obviar: la idealizada imagen de aquellas saciantes y sabrosas cebollas egipcias con las que los israelitas, en el desierto, obcecadamente se resistían a los riesgos del cambio; al éxodo que va de lo conocido a lo desconocido.

Y como metáfora de lo segundo, del camino por donde transitar: el impotente hilo de Ariadna, aquel con el que Teseo logró hacerse con el laberinto cretense, no sin antes matar a su sanguinario dueño. Una salida frágil, de resultados posiblemente contradictorios (recordad que el torpe Teseo, ufano por su triunfo contra el Minotauro, al huir de Creta olvidó cambiar las velas de su nave, con lo cual su padre, confundiendo el mensaje, se precipitó desesperado al Egeo), pero única. Una salida trenzada, decíamos, por tres finas hebras:

la de la sabiduría de la inseguridad,

la apertura de la no expansión, y

la solidez de la flexibilidad.

Tres hebras desafiantemente paradójicas, totalmente contrarias a la urdimbre sobre la que hemos edificado nuestros sistemas de vida. La primera, la sabiduría de la inseguridad, apunta contra esa orientación nuestra de aferrarnos a las predicciones ciertas (del más allá o del más acá) como respiro ante lo contingente de la existencia. Orientación, concluíamos, que nos ha venido conducido a un callejón sin salida, ese que ahora la pandemia desenmascara. ¿Por qué? Porque precisamente al no permitirnos abandonar esquemas e ideas, endureciendo así inteligencia y corazón, ha terminado por impedirnos abrir los ojos a lo invisible, reafirmándonos en una especie de prematuro abandono del sano confiar, ese que en el fondo no tiene ni puede resolver incertezas e inseguridades. De ahí la inmadurez del arrojarnos en los brazos de la polarización nostálgica o ansiosa (de estos a aquellos políticos, de la ineptitud de la política al cobijo de la premonición científica).

Sobre la segunda hebra de nuestro débil hilo de Ariadna, la de la apertura de la no expansión, aunque parezca un oxímoron, no es más que despliegue de lo antes criticado. En efecto, son nuestras predicciones ciertas, nuestros antídotos contra la inseguridad los que nos tienen totalmente acostumbrados a pensar en términos de avances indefinidos e ilimitados, de bienes consumibles, de un siempre más en el horizonte. Una cuestión donde el problema no residiría en la sed de infinitud que se pueda tener, sed que como especie innegablemente tenemos, sino en el hacia dónde es encausada la misma. Algo tan viejo como el problema de los medios y los fines, el sentido y el sin sentido…

De hecho, estamos tan acostumbrados a regirnos por dichos criterios de libre consumo, que hemos llegado a hacer de nuestro mundo psíquico, existencial y espiritual una especie de mercado en expansión. Vivimos en un juego incesante de ofertas y demandas invisibles: autorrealización, reinvención, impulsos y pura emocionalidad, datos y vínculos algorítmicos, gustos a la carta y satisfacciones autorreferenciales, esteticismo y adocenamiento mental… Quizá ya no creamos en Dios, otros absolutos o la ciencia (o tal vez creamos que creemos en algo de ello) pero nuestro día a día está regido por esa sed ansiosa solo saciable en la apertura de la expansión. Algo así como un respirar desarrollando solo el movimiento de la inspiración, como sí los pulmones pudieran expandirse sin fin.

Pues es clara la inviabilidad de semejante movimiento. ¿Qué sucedería entonces si la sed, el crecer se plantearán en términos de intensidad, de hondura? No cavan en el mismo sentido el que construye una acequia, que el que busca agua… En breve, más…

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