Hablábamos
hace poco de aquella honradez que, en tanto juego discursivo-conductual por el
cual los sujetos eran invitados a autotratarse como una particular obra de arte,
el mundo antiguo cultivó. Un cultivo sobre el cual la experiencia histórica griega,
intentó unos ensayos socio-políticos que más pronto que tarde fueron signados
por el fracaso.
En efecto, la
honestidad en tanto forma de vida, en Grecia desarrolló un camino diferente al vivido
en los pueblos del Cercano y Lejano Oriente. De ahí el intento de enlazar tras
dicha honestidad, el decir individual y colectivo, produciéndose entonces la
forma vital-discursiva conocida como parresía.
Un decir verdadero, sincero y arriesgado que en la práctica de lo público evidenció
una serie de situaciones inéditas.
Fundada en
la libertad de decir con la vida y con la palabra, si bien hasta el siglo V d.
C. la parresía significó franqueza,
muy rápidamente se vio necesitada de una actitud y una técnica. Sobre todo
porque como deber, pero no obligación: el de mostrarse directamente en razón de
comunicar críticamente la verdad, su significado fue resituándose progresivamente
por efecto de los avatares políticos.
Por tanto, parresías o juegos sobre lo honesto tras las cuales vemos que la verdad sufrió sucesivos desplazamientos: del noble al líder, y del líder al filósofo. Pero fundamentalmente, los signados por el valor y la puesta en entredicho de la democracia, el logos, la libertad y la misma verdad. Desplazamientos desde donde lentamente la franqueza volverá al ámbito de la educación y lo privado. Desde donde retornará a cierto elitismo, políticamente menos operativo.
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