Hace días, frente a la sentida aridez de nuestros sistemas
de gobernanza, esos que actualmente tanto nos afectan y ante los cuales a veces
sí pareciera que podemos anteponer praxis diferentes a las dictadas por la
conveniencia, hablábamos de nuestro papel como ciudadanos. Ello en el sentido
de revisar aquellos aspectos donde lo político vuelva a ser -en la práctica
responsable de lo individual y lo colectivo- un ´bien capaz de bien` para
todos.
Así, frente a la acomodaticia seguridad que puede otorgar el
secundar la opinión dominante, la decisión razonable o aparentemente razonable
de la razón de estado, tendremos que volver a aquella práctica de la franqueza
que tanto valoraban los antiguos griegos. Franqueza capaz de revestir el doble
carácter de la virtud privada y la virtud pública, en tanto exigencia atrevida
para la libertad personal y colectiva.
No cualquiera decía en la Antigua Grecia -y dice hoy en
nuestras modernas democracias- sin disimulo, lo pensado como bueno y correcto.
No cualquiera estaba dispuesto -entonces y ahora- a pagar el alto precio de
practicar la critica sensata y argumentada en lugar de la adulación obtusa e
irracional. Pero pronto, la fuerza de los hechos -los no buenos y los no
correctos- dinamitó ese original sentido de la franqueza como servicio al yo
y al nosotros.
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