El estado generalizado de pandemia decretado en marzo, como
si una y otra vez necesitásemos señalar en el calendario los inicios de aquellos
fracasos colectivos de difícil causalidad, ha venido a evidenciar la interdependencia
de gran parte de esos aspectos naturales y culturales que, por configurar sin
más nuestro día a día, podemos llegar a creer inamovibles. Nos referimos, entre
otros, a la salud y la lucha por la supervivencia, el trabajo y la trabazón
económico-financiera que lo circunda y a las relaciones humanas y el juego
auténtico y figurado de las mismas. Que estos aspectos están interconectados no
es ninguna novedad; a la crisis sanitaria seguirá -o sigue ya- la económico-social
y con ésta, sabemos que la puerta a la crisis intra e interpersonal está más
que abierta. Sin embargo, sí parece que fuera nuevo que dichas dependencia y
conectividad no tienen por qué ser inmutables, como si de principios sagrados
se tratase.
De hecho, tras la ilusión que del azote más duro de la
COVID-19 emergeríamos diferentes y mejores, tenemos que superada la angustia de
las curvas de la muerte hemos vuelto a las dinámicas del precipicio y de las
luces cortas respecto al ahora y después pandémico. Resultado: en la nueva
normalidad se da la paradoja de querer revivir los viejos paradigmas de la
inmunidad sanitaria, el crecimiento económico ilimitado y la realización
individual a toda costa. Es decir, la paradoja de no querer asumir la novedad de
la que indirectamente habla el Coronavirus: que la dependencia y la conectividad
con que hemos diseñado nuestra vida ni son una bendición ni una maldición, pero
sí un modelo que necesita y merece ser revisado en su raíz y sentido. Tarea
para lo cual urge adquirir visión de conjunto a la hora de los diagnósticos,
desarrollar una prospectiva de luces largas, y lo más importante, dotar a todo
ello de un atractivo, suficiente y renovado sentido existencial, aún a riesgo
de los costes que pueda suponer -y siempre supondrá- entrar en el desierto que quizá
pueda desembocar en la tierra prometida. Aunque ya sabemos, por proseguir con
la imagen bíblica del éxodo israelí (Ex 3, 8), que sí ésta manó leche y miel fue
a cambio de sangre y sudor.
En otros términos, necesitamos dotarnos de un nuevo paradigma existencial, de un vertebrador de sentido capaz de apuntalar los aspectos que la COVID-19 está vapuleando con más virulencia: la salud, la economía, las relaciones, pero no desde las soluciones instrumentales del talento y las aptitudes, sino desde las que van a la raíz de la vida individual y colectiva, desde el talante y las actitudes. Cierto que los pragmatistas de turno dirán a los filósofos de siempre que esto es estupidez angelical, de hecho, ya no se recurre ni presta atención a la voz de los sabios como cuando al principio de la pandemia estos parecían recuperar cierta autoridad frente a los tecnócratas. Pero así andamos… Las tornas apenas se han movido y la nueva normalidad parece no poder escapar del alimento eterno -como las cebollas de Egipto (Nm 11, 4-5)- de las mitificaciones que en parte nos han traído a este callejón.
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