Partimos hoy de un
presupuesto: ´que los seres humanos podemos usar la razón para alcanzar
determinados objetivos`. Aunque hay que reconocer que con frecuencia
tomamos decisiones o ideamos comportamientos donde la razón y su facultad de
uso -la racionalidad- parecen brillar por su ausencia. Es este caso, dichas
decisiones o comportamientos, ´irracionales`, esconderían dos cosas: una racionalidad limitada, o elementos de convencionalidad o imitación. Con todo, solo nos ocuparemos de la evidencia primera.
Tenemos así, filosófica y
científicamente hablando, que razón y racionalidad pueden aplicarse a nuestras
expectativas, acciones y evaluaciones. Fundamentándose las mismas en creencias
y axiomas que si bien se articulan individualmente, siempre provienen de
condicionamientos colectivos, culturales. De ahí su vinculación a cosmovisiones y formas de entender la finalidad de lo mental históricamente
variables. Causa por ende, de que la racionalidad en particular, sea más una
aspiración que una realidad. Es decir, algo a construir antes que algo dado.
Pues bien, lo dicho sirve para
entender cómo en tiempos pre-modernos, la objetivación de la realidad se correspondió con la constitución de una
racionalidad vertebrada desde el asombro. Sea que fuesen las causas últimas de lo real, el
propio mundo o Dios. En efecto, fue el asombro (y la veneración), lo que tanto en la Antigüedad pagana
como en el Medievo cristiano, determinó que razón y racionalidad se
moviesen a través de un extenso arco. Precisamente el que va de las certezas metafísicas y teológicas a
la contemplación de las mismas; algo por cierto fundamental en un mundo que, frágil
e inseguro, siempre se vio necesitado de tablas de salvación (fuesen éstas
inmanentes o trascendentes).
Con el tiempo, la Modernidad convirtió en vertebrador de su racionalidad a la duda. De modo que con sus incertezas cognoscitivas y morales, terminó por atrincherarse tras el rigor del método científico al momento de hacerse con la realidad. Cosa que aun hoy sigue condicionándonos. Paradójicamente, un bucle
extraño y de incuestionables consecuencias en todas sus variables: del racionalismo
al idealismo, del empirismo al criticismo. Por eso, a nosotros, pos-modernos, en medio del naufragio de aquellas articulaciones, desencantados
tanto del asombro como de la duda (al menos como históricamente se han dado)
nos quedan varias preguntas por resolver.
¿Qué articula y potencia nuestra
facultad racional cuando ni la admiración alcanza para acordar qué certezas contemplar (el mundo y su orden o Dios y su poder), ni la duda para fabricar el
mundo feliz que prometió la Modernidad?
En otros términos, las
expectativas, acciones y evaluaciones que hacen a nuestro mundo ¿en qué punto o
a partir de qué serían saludablemente racionales? Esto, cuando de sobra sabemos
que ni la jerárquica cerrazón metafísica y teológica de antiguos y medievales cimentada en el
asombro, ni la creciente instrumentalización científica y técnica derivada de la duda moderna, nos han llevado a buenos
puertos.
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En una semana seguimos...
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