.jpg)
Y aunque hoy por hoy se la vincule especialmente al sonado
cuestionamiento acerca de sí la percepción humana puede guiarnos eficazmente hacia
la verdad objetiva, como tal, la duda nos ha acompañado -antropológica y
filosóficamente hablando- siempre. Es parte de nosotros. Así, históricamente dudar
ha sido algo ficticio o provisional, metódico y hasta real como en el caso del
escepticismo. En el fondo, encarnaciones diversas de nuestras dificultades para
con la verdad del saber y del hacer.
De ahí que, desde los antiguos griegos hasta Russell,
pasando por Pirrón y Descartes, Bacón y Kant, la duda siempre haya poseído el
estatus de lo preliminar y privilegiado, de lo necesario para toda
investigación, teórica o práctica, especulativa o ética. De hecho, para Aristóteles,
“el arte de dudar bien” era precisamente lo que definía la tarea filosófica. Y
para Hamilton, “el único medio seguro por el cual eliminar ídolos y prejuicios
mentales” era también el de la duda.
Por eso, cuando en el día a día volvemos a estar llenos
de dudas, ¡claro que en algún momento necesitaremos clausurar la indecisión!
Pero en todo caso, que sea después de un fructífero contacto con la incerteza.
Es decir, después de experimentar -sin miedos- con esos tironeos que en el
fondo vienen a decir que entre sabios e ignorantes, preparados y listillos, la
diversidad de opinión y argumentación siempre puede aparecer como sostenible.
Que por lo tanto, es mejor poner todo bajo la lupa.
Razón de más para desarrollar entonces, oídos atentos y ojos
avizores respecto a “qué y por qué se dice”, “cómo se dice” y “quién lo dice”. En el
fondo, de poner un saludable signo de interrogación, como sí jugásemos con un
provisorio suspense, sobre aquellas cosas que tenemos o se nos pretende dar
como seguras… ¡Aunque sea incómoda, la duda -frente a demandadas decisiones
individuales y colectivas- sigue siendo nuestra mejor defensa, un tesoro quizá!
No hay comentarios:
Publicar un comentario