Todo se ha tornado más incierto e inseguro, tenemos miedo. La situación apunta a que nuestros niveles de ansiedad, y hasta
neurosis, aumenten. De ahí el bucle generalizado de desgastantes reclamos que,
si bien supone niveles diferenciados de responsabilidad, viene a decirnos que
estamos en medio de un atolladero existencial más que ante una simple cuestión
de gestión. Por eso, nuestra apelación a la imagen de los israelitas bíblicos
huyendo de los egipcios, ya que es un hecho que podemos asimilar nuestro presente
al de aquella prototípica travesía por el desierto. Pero, desde aquella
experiencia, y la actual, nuestra insistencia. Necesitamos reconectar con la
inseguridad, el límite y la frustración que tanto nos incomodan, intentando a
la vez una gestión más sana de los miedos que todo ello produce. En este
sentido hablamos de ejercicios de verdad y transformación -individuales y
colectivos- con los que resguardarnos en la intemperie. ¡Pero ojo! evitando la
mitificación o creencia de que todo eso ´malo a lo que tememos` en algún
momento no existió o a futuro desaparecerá. En el fondo, evitando la
idealización de unas seguras, saciantes y sabrosas cebollas egipcias [Nm 11,
4-5].

Convenzámonos, ni hubo, ni habrá tales cebollas. De donde
que nos preguntemos: ¿seremos capaces de caminar en la sabiduría de la
inseguridad, la apertura de la no expansión y la solidez de la flexibilidad?
Tres desafíos paradójicos, totalmente contrarios a la urdimbre sobre la que se
han edificado nuestros cacareados sistemas y estilos de vida; tres soberbios
puzles donde el arte de la contención y la austeridad aún tienen mucho que
decir y enseñar, pues en contra de la idea de fracaso o desilusión que de ellas
tenemos, contención y austeridad pueden ser expresión de que aún podemos
caminar en el desierto diseñando sendas de posible sentido, de que la preguntas
acerca de nuestras inseguridades han hallado otras respuestas. Solo entonces
nuestras legítimas aspiraciones dejarán de confundirse con nuestras desnortadas
expectativas. Necesitamos aprender a desterrar nuestras mitificaciones,
precisamente las que enmascaran -como las cebollas de Egipto- nuestros miedos,
pues estos siempre estarán ahí. Podremos pasar entonces, del nivel de las creencias,
esas que suelen fabricar monstruos, al nivel de un nuevo ver; un ver -como
dijera el zorro al Principito- capaz de lo esencial. Pero ¿cuál es el camino
que en todo esto toca desandar? O ¿cuál la nueva forma de andar en el desierto?
Nunca, a lo largo de la historia, la seguridad ha sido más
que provisoria y aparente, de ahí la secular necesidad y elaboración de
creencias inmutables por encima de incertezas y calamidades. Vinculada a esta
elaboración, pocas veces inocente, el estatus y rol de las religiones; pero
tras siglos de dominio, la autoridad de aquellas fue reemplazada por la de la
ciencia, quien, desde generalmente la duda sincera, ha intentado comprender y
enfrentarse a la vida tal como ésta es. Desde entonces, el escepticismo -ateo o
agnóstico- ha ido ganando terreno. Sin embargo, a pesar de todo lo que la
ciencia ha hecho por este mundo, su representación del universo parece haber
dejado a la humanidad sin ese otro mundo capaz de alimentar la esperanza en un
futuro definitivo. Así las cosas, la razón va quedando satisfecha, pero el
corazón permanece hambriento al no resolverse la cuestión del sentido que los
hechos por sí mismos no poseen. En otras palabras, las lecturas y predicciones
verificables de las ciencias -quienes no entran a analizar el llamado mundo
espiritual, ni la eventualidad del tras la vida presente- nada satisfactorio
dicen respecto a todas esas capacidades que a los humanos constantemente nos
abren y lanzan al futuro: desear y razonar, amar y crear, etc.
No sería oportuno ahora abundar en la larga y estéril
controversia entre religiones y ciencia, pero sí señalar la encrucijada a la
que estas nos han conducido desde sus respectivos desarrollos. Religiones y
ciencia, al momento de enfrentarse a lo que el común de los mortales: el miedo
a todo lo que atenta contra la vida y, como contrapartida, el límite y la
frustración, han buscado siempre dotarnos de anclajes para la supervivencia: mitos,
creencias, revelaciones, pruebas, datos… da igual su naturaleza, inmanente o
trascendente. Así las cosas, al día de hoy, para la ciencia, Dios o cualquier
absoluto trascendental, serían insignificantes; que existan, ni explica nada,
ni permite anticipación empírica alguna. En contrapartida, las religiones (al menos
en su institucionalidad), al tener que soportar el agobio interpelante de no
poder probar ninguno de sus absolutos al margen de los hechos, han tenido que
sucumbir a la apología de las ventajas sociales y personales de creer en las
creencias… ´Sí Dios no existe, habría que inventarlo`.
Desde este tire y afloje se ha configurado la Modernidad,
pero también la Posmodernidad. Consecuencia: que cuando creer en absolutos
parece imposible, el sustituto de creer en la creencia deviene vano y los datos
ciertos solo producen tranquilidad temporal, resulta que nuestro tiempo se ha
constituido en una época hipervulnerabilizada, por lo tanto, ansiosa y
neurotizada al máximo. Es decir, no es que hayamos aumentado objetivamente
nuestros niveles de vulnerabilidad, de hecho, tenemos más recursos que en otros
momentos de la historia para un mejor vivir, sino que lo que ha aumentado es la
percepción de nuestra intrínseca fragilidad. Una percepción que, al radicalizar
nuestra inadaptación (esto es propiamente la neurosis) a lo que la vida
manifiesta, pero también a lo que ésta oculta, termina produciendo dos dinámicas
personales y sociales claramente identificables. Por un lado, la de la
agitación nerviosa y codiciosa, incapaz de sosiego y satisfacción, sea que
vayamos detrás de lo material, el placer o el crecimiento personal; la postura
del consumo que tan bien aceitada tiene el mercado. Por otro, la de enfrentarse
a la vida: un cuento sin pies ni cabeza, tratando de obtener de ella lo que se
pueda mientras se va de una nada hacia otra; la postura, entre cínica y
desesperada, del hacer porque no hay más remedio.
Dos dinámicas que, aunque fracasadas o -por ser suaves-
necesitadas de urgente revisión, tal como la COVID-19 ha demostrado, se
relacionan a un único empeño: el de dotar de valor y sentido a nuestras inseguras
existencias. Un esfuerzo absolutamente contrario a aquella ´ley del esfuerzo
invertido` de la que hablara Alan Watts en su célebre Sabiduría de la Inseguridad [1951]. Según dicho principio, cuando
intentamos permanecer en la superficie del agua, nos hundimos; cuando tratamos
de sumergirnos, flotamos. Realidad e imagen elocuente de que es imposible
comprender la vida, lo que ella manifiesta y lo que en ella late, cuando solo
tratamos de aferrarla y controlarla, sea que para eso elijamos cualquier tipo
de creencia; o nos abstengamos de la creencia religiosa, o aceptemos el
escepticismo de la crítica científica o como la gran mayoría, optemos por creer
en la creencia, sea Dios o toda esa larga serie de diosecillos a los que tanto
tributamos. ¿Pero hay entonces algún camino alternativo más allá del mito y la
desesperación? Hay uno sí, como dijera el zorrito, el de lo invisible a los
ojos. Un camino para el cual debemos recuperar el sentido de un término
actualmente desusado y el valor de una actitud fundamental, también a la baja.
Hablamos de la fe y la confianza respectivamente. Dos cuestiones, o mejor,
caras de una misma medalla, que erróneamente se han confundido hasta lo indecible
con creencias y creer.
Como para abrir boca, pongamos sobre la mesa algunos errores.
Ha sido habitual que religiones y ciencia confundieran el símbolo, la expresión
de aquello sobre lo que hablan, con la realidad hablada, lo cual ha llevado en
un campo y en otro a una especie de ver incorrecto, a una especie de visión
necesitada de la corrección que pueden proporcionar unas gafas. En este
sentido, otro error: toda creencia y creer, religiosa y científicamente
hablando, se ha configurado como insistencia en aquella verdad que se quiere o
desea, algo así como fabricar de antemano un recipiente destinado a un
contenido absolutamente escurridizo o empaquetar un lito de agua. Comenzamos a
vislumbrar por dónde responder a nuestros interrogantes. Tanto la fe como la
confianza suponen zambullirse en lo desconocido, un dejar ir en lugar de
aferrar como hacen creencia y creer… Necesitamos gestionar nuestra legítima
aspiración de seguridad, nuestros miedos, desde un giro racional y conductual
auténticamente revolucionario. ¿Será este el tiempo de hacerlo? En breve, más…
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