Hace tiempo ya, intentamos establecer una especie de itinerario
respecto al periplo que desde finales del siglo XIX hasta hoy habrían seguido especialmente
en Occidente los procesos de individuación (obviamente que dentro del marco de
los de sociabilización). Conscientes del peligro de las simplificaciones, fuimos
viendo, a partir del papel que jugaron -y juegan- las llamadas teorías de la
sospecha, que la progresiva conversión del ´mundo verdadero` en ´mundo
fabricado` iniciada con la Modernidad, devino en el fin de aquella confiada
alianza entre palabra y objeto sobre la que había descansado nuestra cultura
desde tiempo de los presocráticos.
Así las cosas, hemos terminado por desembocar en una etapa culturalmente
diferente (aunque no enteramente nueva), en el tiempo del ´después de las
palabras` en el que la noción y la realidad de la verdad y el significado de
las cosas dependen de su uso. Como posmodernos, hemos abandonado toda pretensión
de un cierto punto de vista neutro frente a lo real -ni siquiera se nos
ocurre-, optando en consecuencia por solo explicaciones contextualistas y
pragmáticas. De la acomodación del mundo a nosotros, hemos pasado a acomodarnos
nosotros al mundo; nuestros diálogos ya no dependen del lógos firme y racional de antaño, sino de unos lenguaje cada vez más líquidos y puramente emocionales.
De hecho, ante un lenguaje que ni es garante ni árbitro de nada, vivimos en la paradoja de defender a ultranza toda diversidad, pero habiendo liquidado antes
la capacidad de ver lo inevitable y positivo de la diferencia. Consecuencias: en
nuestras construcciones sociales e identitarias, efectuadas ellas sobre una
idea negativa de diferencia, la relación con el otro/Otro ha terminado por desertizarse
o fragmentarse; a los demás los evitamos, o en el mejor de los caso, los mantenemos en un campo
reducido de otros: los del mismo colectivo. De este modo, las grandes
construcciones políticas y sociales de la vieja Modernidad han perdido su poder
de encantamiento, encastillándose.
Pero lo peor es que, circularmente (retroalimentando el proceso)
los sujetos de hoy nos definimos, construimos y vivimos aisladamente. La
autonomía en principio buena, ha devenido en el sucedáneo de la exclusiva
autorrealización. Lo mejor de nuestra condición humana, la libertad, ha quedado
reducida a mera capacidad electiva y circularidad psicologista, es decir, a búsqueda subjetivista
de nosotros mismos. Dos niveles de la libertad, buenos y necesarios, pero
insuficientes, pues solo en la salida de nosotros mismos, en el encuentro con
el otro/Otro es donde la libertad realmente se afirma al vivir toda su
potencialidad a la vez que fragilidad.

De lo contrario, caeremos (estamos cayendo ya) en
la esclavitud de una libertad no liberada de nosotros mismos... La autonomía y autenticidad individual y social no se construye solo a fuerza de proclamar lo plural y diverso, sino principalmente a fuerza de asumir operativamente, de encarnar la complejidad de lo diferente, de lo otro y los otros/Otro.
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