Frente a la inamovible certeza de
Descartes acerca de la propia conciencia individual (cogito, ergo sum), certeza sobre la que podemos decir se
construyeron todas las racionalidades modernas, los tres maestros de la sospecha
[Ricoeur, Paul: 1965]: Marx, Nietzsche y Freud, desde marcos teóricos y
propósitos diversos, consideraron una falsedad dicha conciencia. Sobre todo en
sus desarrollos burgueses, morales y psíquicos.
De este modo, Marx, en clara contraposición al orden capitalista-burgués, esgrimió un sistema de pensamiento
y acción profundamente revolucionario; movido -más que por la interpretación de
los aspectos estructurales y superestructurales de la sociedad- por el deseo de
transformación de los mismos. Transformación que suponía la inversión del orden
burgués por el del proletariado; ello con la consiguiente destrucción de todos
los aspectos que ideológica y materialmente hubieran servido a la opresión y a
la alienación.
En una línea menos
socio-política, Nietzsche dedicó su intermitente e intempestiva reflexión a dos
cuestiones que desde siempre vio como profundamente vinculadas: la ontológica o
metafísica y la moral. Vinculación que en el caso del pensamiento y la moral
occidental, ha respondido a la traición y la mentira. Precisamente las de haber
arrinconado la tensión clásica entre lo dionisíaco e impulsivo y lo apolíneo u
ordenado en favor de esto último. Consecuencias: la creación de un orden
inmutable y estático, que el cristianismo posterior refrendo y acrecentó.
Por último, Freud, apuntó hacia
la construcción de la psiquis individual desde lo que consideró un largo y
complejo proceso no consciente de organización. Proceso en el que deseos,
necesidades y pulsiones, en interacción con las mediaciones y referencias parentales
y culturales que fuesen y bajo el marco de los principios de placer y realidad,
determinaría el nacimiento de una topografía de lo mental mucho más intrincada
que la del modelo -claro y distinto- del Racionalismo y la Ilustración.
