A lo largo de la historia, hombres y mujeres han vinculando
bienestar y felicidad a sus particulares miradas sobre lo real. Miradas a
partir de las cuales han intentado desarrollar principalmente las actitudes y
habilidades -no tanto las herramientas- necesarias para transformarse, solos y
grupalmente. Esto porque en el fondo siempre ha habido modelos antropológicos
que seguir. Modos a partir de los cuales construir la subjetividad, es decir,
las formas de percibirse, representarse y accionar los sujetos humanos. Todo
ello mediante procesos sociales en los que se ha ido de conquista en conquista,
cuantitativamente de menos a más. Ya fuera desde la necesidad y el imperativo
del cosmos o la divinidad, o desde la decisión autónoma del sujeto. Por tanto
también, unos modelos y procesos que históricamente han significado la
presencia del inevitable juego de los tres objetos filosóficos de siempre: el
cosmos, la divinidad, el hombre.
De este modo, aunque nuestra aproximación al ´cuidado de sí`
tenga su origen más inmediato en los cuestionamientos que desde finales del
siglo XIX se han hecho a la razón representativa kantiana y a la razón
especulativa hegeliana (formas de la razón instrumental moderna), por imperio
de los mismos debemos revisar todos los accesos posibles al mundo de lo
´humano`. De donde la necesidad de remontarnos tras los aciertos y desaciertos
con los que históricamente hombres y mujeres han construido su propia trayectoria
de ´cuidado`. Detenernos solo en aquellos factores psicológicos, existenciales
y espirituales (la angustia, el amor, la tentación, la muerte, la seducción, la
debilidad, el miedo, el deseo, etc.) que primeros existencialistas, maestros de
la sospecha y filósofos del lenguaje convirtieron en variables lícitas para la
comprensión de lo humano, no sería suficiente. Debemos ir más allá. Como
decíamos, tras las actitudes y habilidades que cada modelo
histórico-antropológico intento plasmar en relación a la construcción de la
subjetividad.
Comencemos. En la Antigüedad Clásica, las necesidades
surgidas de la propia fragilidad natural, hicieron que la determinación del
cosmos se vinculará a ideales como el equilibrio, la virtud y el autodominio.
Ideales tras los cuales, más allá de épocas, contextos y doctrinas, es posible
ver como los elementos individuales y colectivos desde los que construir la
subjetividad -al menos la de los ´hombres` que cuentan- guardarían un cierto
equilibrio, yendo de lo estético a lo ético. Con todo, los logros del mundo
antiguo en torno al juego parresiástico, en parte heredero de la honestidad
sapiencial más remota, quedará trasmutado, y en cierto sentido oculto, tras el
peso del imperativo divino judeo-cristiano y la posterior llegada del Medievo.
De este modo, la parresía filosófica desarrollada por las escuelas
helenísticas, con sus tres aprendizajes ascéticos, terminará por supeditarse
completamente a una eticidad signada por el más allá del mundo.
En efecto, aunque vida y muerte seguirán siendo el terreno
desde donde aprender a cuidarse, con el cristianismo, el amor a desplegar en la
vida, no será respecto a la sabiduría, sino respecto a la bondad en tanto
condición para la retribución eterna. La ansiada sabiduría pagana, solo asequible
en la vida solitaria de unos pocos: los filósofos, es reemplazada por una
acción humana ideal: la de la bondad, dudosa por cierto, pero más generalizable
diría Arendt. Todo, porque ante la vida y la muerte (dada la contundencia de la
verdad cristiana sobre la vida eterna) la actitud a fomentar no será la de la
inmortalidad terrena, la del pensamiento, sino la de la unión con Dios.
Deificación que hará que la mayoría de los hombres vivan como almas sin cuerpo,
privilegiando (desde un cierto platonismo ideológico) una comprensión de la
realidad más iconográfica y gestual, que metafórica e interior. En
contrapartida, unos pocos: los monjes, harán de la atención a uno mismo y de la
impasibilidad, de la ausencia de preocupaciones y de la paz del alma, las formas
de un único empeño: huir del cuerpo para orientar todo hacia lo inteligible y
trascendente. Una radical opción por la vida eterna que determinará toda la
andadura interior y espiritual medieval y moderna.
Tanto, que el monacato nunca logrará que las prácticas del
yo por él custodiadas, adquiriesen en el espacio secular el sentido que en la
sociedad tardo-clásica habían poseído. De modo que, en una sociedad plenamente
persuadida del contraste entre los mundos corporal y espiritual, e incapaz de
razonadas matizaciones, la vivencia de la vida vino a quedar absorbida por la
vivencia de la muerte y el después de la muerte. Con todo, en su amanecer, la
Modernidad, con la emergencia del Humanismo y el Renacimiento, tendrá más que
ver con el humanismo cristiano del primer milenio, que con el naturalismo
secularista en el que desembocará después merced a las transformaciones
científicas de los siglos XVI y XVII.
Aún así, puesta la consciencia moderna en el camino de la
autonomía, el proceso posterior se tornará irrefrenable. En efecto, el deseo
progresivo de constatar las posibilidades de la libertad individual -despierta
ahora del sueño de la fe puramente ideológica- y el alcance del dominio de la
naturaleza abierto por las ciencias positivas, determinarán que la distinción
entre hombre y mundo se acentúen más y más. Tanto, que se llegará a producir lo
que Arendt más tarde calificará como la ´alienación del mundo`. De este modo,
el enfrentamiento entre consciencia y realidad devino en la conversión de ésta
en imagen y del hombre en sujeto. Quedando ambos enlazados por la
representación, es decir, por una cuestión si se quiere metodológica. ¿Cuál?
Pues la de garantizar la máxima objetividad posible ya que en última instancia
la realidad no sería más que un orden lógico construido desde la propia
consciencia humana. A esta aspiración de control y conquista de lo real
responderán la distinción que Descartes exigirá a las ideas, pero también la
seguridad de las ciencias positivas que Kant buscará para la filosofía o la pretensión
de Hegel de alcanzar un saber absoluto.
Paradójicamente, esta radicalización de la subjetividad
convertirá a la naturaleza en un caos material necesitado de control,
desarraigando al propio hombre del mundo real; mundo al que a su vez debe dar
sentido y legalidad. De ahí las grandes construcciones políticas, sociales y
éticas de la Modernidad -construcciones de las que aún somos herederos- y la
doble tensión en la que ha quedado atrapada hasta hoy la propia subjetividad.
La tensión de disolverse en el magma de los condicionamientos que atraviesan lo
humano y la de, como libertad sin límites ni fines, convertirse en coartada
para nuevas formas de control. Por eso, como dirá Heidegger: ´afirmar la subjetividad a expensas del
mundo no ha sido algo accidental… ha sido un comportamiento auténticamente
patológico`. Precisamente el comportamiento que permitirá caracterizar a
nuestros tiempos posmodernos como los de la muerte del sujeto. Así, mientras la
subjetividad lo cubriría y explicaría todo, el sujeto humano concreto se
disolvería en grupos, condicionamientos y determinismos… con lo cual, la
apoteosis de la primera no traería más que el vértigo del desarraigo
definitivo.
Un vértigo que de Nietzsche a Foucault, quedará recogido en
la critica a lo que Innerarity y otros autores denominan el ´sueño
antropológico`, antítesis del ´sueño dogmático` del que la Modernidad pretendió
infructuosamente salir. De ahí la actualidad de las palabras de Nietzsche: ´a todos los que aún plantean cuestiones
sobre lo que es el hombre en su esencia, a todos los que quieren partir de él
para tener acceso a la verdad… [pero] se niegan a mitologizar sin desmitificar…
pensar sin pensar inmediatamente que es el hombre quien piensa, a todas esas
formas de reflexión torcidas y deformadas, sólo cabe oponer una risa
filosófica... es decir, en cierto modo, silenciosa`.
