Con anterioridad a la reflexión
filosófica propiamente dicha, gran parte de la Antigüedad llegó a sistematizar
un cierto pensamiento de corte profundamente humano. El antecedente más remoto
del ´cuidado de sí`. Al mismo, indiferenciadamente hoy lo denominamos ´perenne`
o ´sapiencial`, precisamente por ser el más viejo, claro y sabroso legado respecto a
unas intuiciones y comprobaciones, auténticas verdades vitales, de las que aún seguimos nutriéndonos en tanto especie capaz de consciencia.
Pues bien, en dicho pensamiento,
más allá de los contextos y ropajes en los que este se fue vertiendo (pedagógico,
espiritual, político, artístico o religioso), de entre otras cuestiones,
sobresale una. La de la honestidad. Honestidad en cuanto posicionamiento vital
frente a la propia realidad en toda su complejidad. Es decir, en el sentido del
recóndito impulso hacia la integridad y la autenticidad, la sinceridad y el
respeto, fundamentalmente para con uno mismo.
Por tanto, se trata de un
dinamismo vital encaminado ante todo hacia la verdad de sí, no hacía la de los
hechos. Para entendernos, no estaríamos ante el dinamismo de la honradez. Honradez
y honestidad que si bien hoy no distinguimos una de otra con claridad,
originalmente no fueron lo mismo. Así, mientras la honradez se refería a la consideración
o estima debida a las personas y las cosas, de donde la asimilación de la
calumnia y el robo a lo deshonroso, la honestidad hacía al juego
discursivo-conductual por el cual los sujetos eran invitados a autotratarse
como una particular obra de arte.
